54 | La noche anterior

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Las estrellas de Nebraska nunca habían brillado con tanta fuerza. Para ser agosto, esa noche hacía una suave brisa que incluso se podría calificar como fría. Liz, metida en una gran camiseta blanca con las letras rojas de algún artista de rock clásico, veía desde su ventana, en el piso superior de la casa, la gran carretera oscura, solo iluminada por los faroles de las esquinas del condominio.

La entrada estaba vacía; la camioneta de caja abierta de su padre permanecía vacía.

Pero entre sus manos, la chica sostenía aquel mensaje en el que Josh le había prometido que se verían.

Era la noche antes de que Liz se marchara de Nebraska. La anorexia nunca habría permitido que Josh Higgins pasara agosto cenando comida rápida con su chica, llamándola durante horas por teléfono, regalándole rosas, escapadas en auto y retratos. Se habría preocupado más por sí mismo y su aspecto. Pero después de haber pasado el día hablando, ella le había enviado un último mensaje: "¿Podemos hablar?" Y él respondió tan rápido como pudo: "En veinte minutos".

Pero no se veía nada: tan solo un inmenso cielo despejado de verano y carreteras vacías. Habían pasado más de veinte minutos. Tal vez se le olvidó, o se perdió. Regresó la vista a la pantalla. Estaba ya escribiéndole que no importaba si no podía, o si se había quedado dormido, cuando escuchó el primer golpecito.

Alzó la cabeza, pero no reconoció el ruido, y continuó escribiendo. Otra vez. Era un leve toque, afilado y seco, y cuando volteó hacia la ventana, se dio cuenta de que piedrecitas del camino golpeaban el cristal.

Saltó de la cama para acercarse. Allí, en jeans desteñidos y una holgada sudadera gris, Josh había clavado la vista en su ventana. Y cuando ella vio la sonrisa, esa que sonrojaba sus mejillas, y la barbilla recta, no pudo evitar reírse también.

Con sumo cuidado, salió por la puerta trasera de la cocina, que daba a la entrada y al garaje, donde continuaba aparcada la camioneta.

—Creía que ya no vendrías.

—Pasaría toda la noche contigo si se pudiera.

Si Liz se abrazaba a su cuello, él rodeaba su cintura. La sintió apoyar la mejilla en su hombro, de puntillas, y él no se resistió a recargar la cabeza contra la de la chica.

Eran más de las once de la noche. Ni el padre de ella sabía que había salido de casa ni los padres de Josh lo habían oído salir. Liz tampoco vio el auto dorado ni hizo preguntas, porque cuando se separó de él, la única idea que se le ocurrió fue ofrecerle hablar en la caja trasera de la camioneta.

—¿Ha pasado algo?

Sentado en el suelo de la camioneta, Josh se abrazó las rodillas. La observó limpiarse la nariz con el dorso de la mano mientras negaba; el viento agitaba su cabello rubio y él lo memorizaba para pintarlo más tarde.

—No, es que... Ha sido muy poco tiempo. No es justo.

Josh se humedeció los labios.

—Ya lo sé.

Se miraron y sintieron el tirón más fuerte que nunca: un lazo los unía a través de rascacielos y distancias desconocidas, y durante un tiempo, así sería. Habría llamadas y viajes de carretera, y vacaciones en casa del otro, pero no se acostumbrarían.

Tragó saliva para humedecerse la garganta. Si la veía llorar, una necesidad irresistible de intentar decir algo consolador se apoderaba de él.

—Sabes que puedes llamarme cuando quieras y contestaré siempre, ¿verdad?

—Pensaba hacerlo —repuso ella, que se sorbió la nariz otra vez—. Tú también llámame si estás libre.

Josh apretó los labios en una fina línea.

Obsessions (Las obsesiones de Josh)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora