La Pascua transcurrió como un torbellino de desastres. El viernes del puente no pudo resistir el hambre. Tras una semana alternando entre quinientas y seiscientas calorías, se propuso reducirlas a trescientas aquel viernes con tal de compensar no hacer ejercicio, ya que estaba demasiado cansado.
Y aunque empezó desayunando café negro y quince pasas exactamente, el hambre lo impulsó a adelantar la cena a las cuatro en lugar de a las seis. Y se sirvió dos porciones de ensalada, con queso y pan tostado, y antes de darse cuenta volvía a sentirse lleno. Así que, por la noche, antes de dormir, hizo abdominales hasta que creyó que se partiría el estómago en dos.
El sábado apenas probó bocado. Mientras su madre preparaba la comida del domingo de resurrección y su hermano mayor estaba en casa de visita, Josh se excusó con que tenía que estudiar para un examen de Historia de las Civilizaciones y solo cogió una barrita de cereales de la alacena de la cocina. Su hermano Max, cruzando los musculosos brazos, lo miró.
—Tú necesitas una Big Mac. Da asco ver puro hueso.
Josh fijó los ojos en él, tensa la mandíbula; su madre, como de costumbre, no intervendría. Y se suponía que debía sentirse orgulloso de que notara su delgadez, pero le molestaba que no reconociera que por fin, después de años sufriendo por bajar de peso, no lo felicitara por haberlo logrado.
—Tampoco quiero verte, Max.
Su hermano no dijo nada. Lo observó subir la escalera y, antes de que Josh se encerrara en su habitación, le gritó:
—¡Te vas a morir pronto, enfermo!
Que su hermanastro pretendiese desanimarlo lo alentaba más.
Josh no cenó. De hecho, le enorgulleció haber consumido doscientas cuarenta y dos calorías en total.
El domingo lo arruinó. Después de asistir a la iglesia, como hacían solo el domingo de Pascua, fueron a comer a casa de los vecinos. Los señores Clarkson tenían tres hijos y una casa más grande que la de los Higgins, con terraza y piscina, así que después de servirse la comida en la sala principal, salieron a la terraza.
Permaneció en una esquina del comedor, hablando con su hermana, hasta que esta se levantó para servirse el postre. Le había traído un plato de ensalada y puré de patata a Josh, pero el chico, después de comerse la lechuga y el tomate, apartó el plato. Y aunque Shelby no dijo nada, lo notó. A esa distancia, Josh alcanzaba a ver al pequeño Joe siguiendo a su madre a todas partes y, aunque Shelby tenía amigas en la iglesia, había decidido sentarse con él en lugar de dejarlo solo. Hasta que llegó la hora del postre.
—¿Quieres que te traiga algo?
—No.
De modo que Shelby se levantó en dirección al mostrador y Josh se mordió el labio con el fin de arrancarse la pellejo y sangrar. Se le había acelerado el corazón; sudores fríos bañaban su cuello. No quería quedarse solo con tanta comida y tanta gente alrededor, pero Shelby no podía leerle la mente.
Y como no conocía las calorías de nada, todo le daba miedo. Nada entraba en su plan de dieta; no sabía qué comer si no tenía una guía de contenido nutricional.
Pero Shelby salió al jardín y él clavó la vista en el pastel helado de Oreo que había sobre la mesa de los postres.
Hacía más de tres meses que no comía Oreos. Su estómago rugió, recordándole que necesitaba digerir algo más que aire.
Su cabeza comenzó a calcular mentalmente lo que podría permitirse comer si no cenaba: había consumido ochenta y una calorías aquella mañana con una manzana y una cucharadita de yogur, así que el pastel cubriría lo demás. Y una vez que todos hubieron salido al jardín, ya con sus platos llenos, se rindió.
Se le antojaba demasiado y no había nadie alrededor. Además, hacía unos cuatro meses que no comía Oreos. Su estómago rugió, recordándole que solo había aire en su interior.
Así que se puso de pie, agarró un vaso rojo de plástico y se sirvió tanto pastel de Oreo como quiso, para que nadie lo viese. Se le había acelerado el pulso como si estuviera prohibido para él probarlo, como si fuera un delito que alguien le encontrase comiendo. Miró hacia todos lados antes de probarlo y, a partir de entonces, no pudo detenerse.
Permaneció de pie, tragando tan rápido que ni respiraba ni lo disfrutaba. Al menos no se sentía culpable mientras comía. Y aunque supiera qué venía luego, en ese momento no quiso pensarlo. Como si estuviera cometiendo un terrible pecado, se apuró lo más rápido que pudo la porción de su vaso y se sirvió más.
Sus padres estaban en el jardín de la terraza con el resto de invitados; su hermana se había sentado con Kabal, de la iglesia, mientras vigilaba al pequeño Joe jugar con los hijos de los Clarkson. Sin embargo, a pesar de que no había nadie con él, Josh escuchaba la tenue voz de su conciencia recordarle que su padre, con el que apenas compartía una hora al día, se horrorizaría de verlo así.
"Puedes engañarlo con tus calificaciones perfectas, pero nada de eso contará el día que descubra lo que eres."
Ya sabía que no era un verdadero hombre, que su padre siempre lo vería débil, que por su culpa se estaba cuestionando su suficiencia. Dudaba de sí mismo porque cualquier cosa que hiciera no era tan masculina como su padre esperaba. Y si su madre lo defendía, se sentía aún más inútil.
Oyó la puerta del jardín correrse y se le volcó el corazón.
—¿Qué haces aquí?
Era la dulce señora de los Clarkson, con su rizado cabello negro rozándole los hombros y el acento australiano. Desde que la conoció el año anterior, a Josh le había recordado a la princesa Blancanieves con cincuenta años.
—¿Quieres salir a jugar con los niños? Están en la piscina —le dijo, y Josh, con el corazón destrozándole el pecho por dentro, se preguntó si habría restos de tarta alrededor de su boca, porque sentía la nata, la galleta y el helado en las manos, los labios y hasta en el cuerpo.
Eran imaginaciones suyas. No había nada. Además, el vaso rojo no permitía que el interior se viera al trasluz.
—No, yo... —Josh se limpió la boca con el dorso de la mano por si acaso y se alejó de la mesa de los postres. No se le ocurría ninguna excusa porque, si hablaba, el temblor en su voz lo delataría.
—Jamie te puede prestar ropa de baño si no trajiste —continuó la señora, refiriéndose a su hijo mayor, el de trece años.
Josh sacudió la cabeza y dijo que necesitaba ir al baño. La señora Clarkson lo guio por el pasillo de la izquierda hasta su dormitorio, ya que el otro servicio estaba ocupado.
—No juzgues el desorden.
A Josh le daba igual. Cerró la puerta del baño con seguro, dejó el vaso en el lavabo de mármol y procedió a quitarse la ropa. Había una báscula al pie de la ducha.
El número digital parpadeó dos veces.
Cuarenta y ocho con ochocientos.
Sorprendido, Josh se bajó de la báscula.
Había perdido peso. Sin entender cómo, esperó a que sus latidos aminorasen. Quería ducharse, lavarse los dientes y olvidar que había comido tarta. Quizá sin ella pesaría incluso menos.
No cenó, sino que aquella noche se lavó los dientes agresivamente, hasta borrar todo sabor a galleta que hubiese quedado, y revisó su reflejo ante el cristal.
Los huesos de su cadera comenzaban a sobresalir.
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Obsessions (Las obsesiones de Josh)
Teen FictionMenos calorías, más ejercicio, menos comida, más hambre, menos peso, más huesos. Menos tú, más anorexia. Josh Higgins es un chico popular. Todos lo conocen, todos lo quieren. ¿Quién imaginaría que, detrás de su vida tan perfecta, hubiera un monstruo...