28 | La hora del almuerzo

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Sesenta y cinco kilos.

Josh había abandonado el plan alimenticio, las dietas y las calorías para desayunar y comer lo que hubiera en casa. Su madre tenía un almacenaje de bagels y croissants en el congelador que cada día sacaban para tostar y untar con mantequilla.

Hacía mucho tiempo que Josh no desayunaba. De hecho, su hermana se levantaba a las seis de la mañana para tener tiempo de ducharse, maquillarse y prepararse un batido de aguacate y arándanos porque no podía estudiar con el estómago vacío.

Así que Josh, determinado a vencer su temor irracional a la mantequilla y a las calorías vacías de los batidos, bajó cinco minutos después de Shelby, una vez que se hubo duchado, para tostar un croissant y untarle un poco de mantequilla. Se lavaría los dientes inmediatamente después, pues tardaría más de lo que esperaba en acostumbrarse a ignorar que tenía las manos y la boca grasientas. En realidad, estaban limpias.

Cuando volvió a presentarse en la clínica, se quejó de que los antidepresivos le hinchaban el vientre y le quitaban las ganas de estudiar y dormir, así que el doctor Porter le redujo la dosis a la mitad.

Nada había cambiado en el St. James High School: los pasillos seguían oliendo a tiza y a rotulador; las mesas permanecían perfectamente alineados y los suelos cubiertos de alfombras que los asistentes de los profesores aspiraban después de la última hora del día.

Con el cambio de horario, la hora de estudio libre de Josh se había movido a las dos de la tarde, justo antes de la salida. Ashton, que se desviaba del trayecto al instituto todas las mañanas para recoger a Josh de su casa, le preguntó el primer día de clases si ese semestre querría hacer ejercicio con él.

—Mi padre me amenazó —le confesó— con quitarme el gimnasio si no lo uso.

Josh, de copiloto en el cálido Chevy rojo, hizo una mueca.

—Está bien.

—¿Ahora sí participarás en mi brillante concurso?

—Pensé que ibas a borrar toda evidencia de que alguna vez existió —dijo, y sonó tan seco que se rio al oír a Ashton chasquear la lengua—. Si vas a retomarlo, avísame cuándo es para no ir.

—Pero prométeme que comerás. Otra cosa, en otro momento.

Y por primera vez, aunque no se vio reflejado en su rostro, sintió que el hueco encima de su estómago rebosaba hasta desbordarse. Le importaba.

Con pocas palabras y a su manera, le importaba, y él no le había importado a muchas personas fuera de su familia en su vida.

—Traeré mi propio almuerzo —le prometió.

Nunca llevaba su propia comida porque creía que era un desperdicio de tiempo, pero metería alguna que otra barrita de cereal en su mochila si eso tranquilizaba a Ashton. Además, Liz Louissant, que en el comedor se sentaba junto a Tristan, siempre le ofrecía de su magdalena de chocolate, pero él no aceptaba porque no quería sentirse juzgado.

Todavía no era capaz de comer bollería industrial ni azúcar sin sentirse culpable. Solo se sentía a salvo dentro de las comidas saludables, y guardaría lo que siempre había considerado como "malos alimentos" para su soledad. Quizá, cuando volviera a perder peso, perdería también el miedo. Al final del día, solo ciertas personas lucían bien comiendo cosas como helado o hamburguesas.

En febrero, el doctor Porter le quitó las pastillas por completo. Le explicó lo que podía esperar, pero no que empezaría a irritarse por todo y por nada. No lloraba ni perdía el sueño, sino que ahora le molestaba estar cansado, y tener hambre, y que alguien se riera demasiado fuerte, o que Ashton se retrasara un minuto a la hora de irse del instituto.

Obsessions (Las obsesiones de Josh)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora