El padre de Josh Higgins regresó el veinticinco de diciembre; como se duchó y acostó hasta que la cena estuvo lista, el muchacho no lo vio hasta las siete.
Shelby se había colocado un vestido de lentejuelas azul, llevaba el cabello húmedo y los ojos ahumados de maquillaje; Josh, en cambio, seguía refugiado en su sudadera burdeos y pantalón de pijama que ya no se le resbalaba de la cadera. Su madre, que también se había arreglado, quiso convencerlo de vestirse y él se negó porque no iban a salir.
No tenía que demostrarle nada a nadie.
Había intentado seguir el plan alimenticio sin éxito, ya que tenía tanta hambre que comía más de lo indicado. Sabía que eso pasaría. Sabía qué era el hambre extrema y que eventualmente cesaría, pero en ese momento se sentía derrotado, pues también las pastillas para la depresión fomentaban el aumento de peso. Y nadie imaginaba lo doloroso que resultaba comer.
Sin embargo, nadie dijo nada: ni su madre ni Shelby, ni el pequeño Joe mencionaron cuánto o qué comía. Tampoco Josh preguntó por qué no lo hacían, o si no lo notaban: no saberlo sonaba como la mejor opción, igual que prefería no contar las calorías ni llevar un diario de comidas.
La verdadera tortura no eran los números, sino que la voz distorsionada de su conciencia le recordaba que debería comer lo mismo que su hermano mayor para verse como él.
Alrededor de las siete y media, su hermano Max llegó con su novia. Shelby había dejado el último plato sobre la isla de la cocina, donde se servirían, antes de abrir la puerta y recibirlo con los ojos en blanco.
—¡Se enfría el pavo! —anunció molesta.
Max ya estaba acostumbrado.
Mientras su madre se dirigía con la cacerola de judías verdes y la fuente de puré de patatas a la isla de la cocina, Shelby llamó al pequeño Joe a gritos, que salió corriendo de la sala de estar, y Josh se deslizó hasta la mesa sin levantar la vista del celular.
—¿Estabas durmiendo?
Ante la pregunta de su hermano, Josh alzó los ojos verdosos. Tensaba la mandíbula sin querer, apretando los dientes, y no se dio cuenta hasta que empezó a dolerle la boca.
Nunca había recapacitado en que tal vez no se llevaba bien con Max porque sus expectativas de él eran tan altas que siempre lo decepcionaba.
Ya ni siquiera tenía ganas de verle o hablar con él; de hecho, un nudo de ansiedad se le había amarrado en el estómago al encontrarlo frente a sí, con su perfecto cuerpo embutido en aquel traje estrecho, casi diez centímetros más alto que él, con su cabello negro, como el de Joe, congelado gracias al gel.
Le abrumaba su presencia.
Hacía tanto tiempo que no se veían que ya había olvidado lo rápida que era su mente para compararlos: Max podría ser modelo de revista; él no. Max tenía novia desde hacía cinco años; él no se sentía preparado para una relación. Max nunca sería su amigo, ni ese hermano mayor que hubiera deseado que lo entendiera.
—Estoy en mi casa —musitó Josh.
Max hizo una mueca.
—Es porque nada te cabe, ¿verdad?
Era su hermano, el que nunca lo elegiría, al que nunca le importaría. Pero a Josh le importaba.
Y aunque intentó que no se reflejara en su rostro, pues se mantuvo impasible, en el pecho, había empezado a sentir un leve ardor, como si la ropa quemase.
Durante el primer cuarto de hora de la cena, no dijo nada, sino que se limitó a comerse las judías verdes y remover la carne, sin valor para probarla, ni el puré de patatas.
Max, junto a él, con su novia a la derecha, lo miraba de reojo, y cuanto más tiempo pasaba, más miedo se le aglutinaba en la garganta.
No podía comer.
Había demasiada gente. Estaban sus padres, que sabían que se estaba recuperando, y su hermana, y la sola idea de comer frente a ellos lo mataba de vergüenza. Que Max y su novia también hubiesen venido a cenar lo torturaba, porque no quería que le mirasen.
Hasta que Shelby le pasó el salero a Josh con tal de que dejara de mordisquearse los dedos.
Fue entonces cuando Max reparó en los trozos de pavo en el plato de Josh. Y frunció el ceño.
—¿No eras vegano? —se interrumpió extrañado, girándose a su hermano.
Josh no lo miró.
—Ya no.
—¿Por qué dejaste la dieta?
Entonces elevó la cabeza.
Se le había acelerado el corazón, tal vez porque sabía que todos alrededor de la mesa estaban al pendiente de su conversación, y antes de darse cuenta, había musitado:
—¿Qué dieta?
—No sé, la que estabas haciendo antes, cuando estabas más delgado.
—Max.
Su padre intervino antes de que Josh reaccionara. Al desviar la mirada hacia él, supo que su padre había notado que se había puesto blanco como el papel.
Su estómago daba vueltas; quería creer que no le afectaba que lo notara, porque era buena señal ganar peso, pero su hermano seguía considerándole un fracaso por comer algo más que verduras.
Y Max se encogió de hombros:
—¿Qué? Siempre me pregunta, pero nunca hace lo que...
—Ven, vamos a hablar un momento, Max.
Y Max, que ya tenía veintiocho años, bufó, pero se apartó de la mesa.
Por mucho que lo detestase, tuvo que seguir a su padre fuera del comedor, por el pasillo, mientras Josh comenzaba a sentir el peso del mundo acumularse en su estómago.
Shelby, que empezó a beber agua al comienzo de la discusión, ya se había terminando el vaso. Miró a Josh de reojo: el chico no había tocado su plato de nuevo.
No comería si de pronto la cinturilla del pantalón de pijama le apretaba, como si hubiese ganado cincuenta kilos en lugar de cinco.
Max no lo entendía, ni su padre tampoco, así que no estaba seguro de que la discusión privada resultase en nada. Probablemente le diría que se guardase sus comentarios, que ya sabía que Josh había ganado peso, que no podían hacer nada o el chico se suicidaría.
Al final, él seguía siendo el problema.
Y no saber lo que en realidad pensaba de él su propia familia le rasgaba el corazón en dos.
ESTÁS LEYENDO
Obsessions (Las obsesiones de Josh)
Novela JuvenilMenos calorías, más ejercicio, menos comida, más hambre, menos peso, más huesos. Menos tú, más anorexia. Josh Higgins es un chico popular. Todos lo conocen, todos lo quieren. ¿Quién imaginaría que, detrás de su vida tan perfecta, hubiera un monstruo...