14 | Valor eterno

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Josh Higgins mantenía sus cuarenta y ocho kilos a base de laxantes, café negro, doscientas calorías y dos horas de ejercicio diarias. Además de estudiar, pasaba el día planeando lo que comería esa semana y contaba las calorías una y otra vez; si algún día se quedaba solo, ayunaba.

Según una calculadora que había encontrado en Internet, perdería dos kilos por semana. Lo único que debía hacer era resistir la ansiedad y el estrés, así que dibujaba. Sin embargo, el miércoles por la noche, mientras cenaban, Shelby le preguntó si se inscribiría al concurso de arte del instituto y, antes de que Josh contestara, su padre se extrañó al oír que el chico sabía dibujar.

—Para no estresarme —murmuró Josh.

—¿Cuál es tu estrés: estudiar? —espetó su padre entonces—. ¿Eso te da ansiedad? No tienes ni idea de qué es el estrés, Josh. ¿A quién mandaremos a la guerra, si los hombres de hoy se están volviendo tan débiles?

Aquella noche Josh destrozó su cuaderno negro de dibujo y arrancó todos los retratos de Lydia Dashiell, a quien ni se atrevía a mirar a la cara en el instituto; luego se desahogó con ejercicio.

Su padre tenía razón: mientras hombres enfrentaban los horrores de destrucción, pérdidas y muertes, él colapsaba mentalmente cada vez que un chico más alto se le acercaba demasiado.

Añadió las comidas del día a My Fitness Pal y se fue a la ducha con un intenso ardor de pecho. Las punzadas se repetían cada tres segundos, su cabeza palpitaba y apenas podía tenerse en pie, pero al fin logró meterse en la ducha y girar la llave.

Para cuando salió, con el cabello empapado, su cabeza seguía dando vueltas. En el espejo, pudo tomar fotos de sus costillas, clavícula y los huesos de su cadera, además de la columna vertebral, y por fin sintió que tenía un poco de control sobre su vida.

Su padre siempre pensaría que era su hijo más frágil, porque ni siquiera a Shelby le hablaba así, y su madre parecía creer que estaba tan ensimismado que hacía crecer sus problemas sin importancia. En realidad, controlar su peso lo hacía sentir poderoso, aunque el ciclo lo manipulase a él.

No se molestaría en intentar romperlo otra vez porque siempre acababa cayendo en sus cuentas de calorías, sus horas de ejercicios y sus fantasmas. En clase, escribía una y otra vez "no comas" junto a los márgenes de las páginas del libro, anotaba su peso y dibujaba cuerpos masculinos más delgados que el suyo para recordarse todo el tiempo cómo quería verse.

Treinta y ocho kilos era su peso meta: estaría a salvo ahí, porque comería sin preocuparse por rozar los cincuenta y quizás entonces encontraría a alguien a quién gustarle. No tendría a ninguna chica si no lucía como Ashton, y solo estar delgado le daría la confianza que necesitaba para creer que, por lo menos, tenía un mínimo de atractivo. Pero nadie notaba sus indirectas, nadie preguntaba, a nadie le preocupaba, y él no hablaría.

Perdido en publicaciones de alguna red social la noche anterior, había encontrado un vídeo corto de varios números telefónicos de ayuda y, entre ellos, estaba el de una clínica de trastornos de la conducta alimenticia. Josh lo apuntó y llamó tres veces, pero nadie descolgó. 

Quiso llorar. Sabía que no estaba bien. Desde los trece años, había sabido exactamente qué hacía y en dónde se estaba metiendo; conocía el nombre de su trastorno, y las reglas, y a los quince años creó un correo electrónico falso para comunicarse con otras niñas que sufrían lo mismo, haciéndose pasar por una de ellas, porque le avergonzaba hasta la muerte reconocer que era un hombre.

Pero al colocarse la ancha camiseta negra y su chándal, pues no usaba pantalones cortos desde que inició la secundaria, se dijo que aún no estaba tan enfermo. Podía aguantar un poco más, hasta que de verdad perdiese el control.

Lo que no esperaba era que, al regresar a su habitación, hallase la puerta abierta y, de pie junto a su cama, a su hermana Shelby de espaldas a él.

—¿Qué haces?

Shelby se encogió, blanca como el papel, y Josh vio sus ojos azules vibrar. Después se fijó en que su hermana tenía su celular en las manos. Se aceleraron sus latidos.

—Dame eso.

—No.

Trató de quitárselo, pero Shelby apartó la mano a tiempo.

—Es mío, Shelby.

—Josh, sabes que lo que estás haciendo no tiene ningún valor eterno, ¿verdad?

Josh hundió sus ojos verdes en los suyos azules.

—¿Eh?

Los ojos de Shelby se empañaron cuando notó que la vieja camiseta de Josh transparentaba su clavícula y esternón. Aquella mañana, antes de irse al instituto, había abrazado a su hermano y se le clavaron en el abdomen los huesos de la cadera de Josh.

—Ciento cuarenta y siete calorías y dos horas de ejercicio, Josh. ¿En serio? —Enojada, a la vez que profundamente herida, Shelby arrojó el móvil de su hermano a la cama, y este rebotó—. ¿Sacas capturas de las fotos de Max en el gimnasio? ¿Y por qué le has tomado fotos a Ashton? Él no lo sabe, ¿verdad? Porque dudo que te dejara hacerlo. Pero las tuyas... ¿Por qué tienes tantas malditas fotos de tu cuerpo? ¿A quién se las mandas?

—A nadie, Shelby, son para mí.

—¿Adónde piensas subirlas? —le reclamó, furiosa—. Esto cuenta como pornografía, ¿qué estás haciendo?

Shelby iba a llorar. Josh, petrificado de asombro, no despegó los labios. Permaneció bajo el marco de la puerta, mirándola sollozar y limpiarse la nariz furiosa.

No sabía cómo explicarle que se estaba matando por robarle a Ashton su personalidad, y su cuerpo, y su confianza, aunque eso supusiera perder su amistad, que lo único que quería era oír que se veía bien por una vez en su vida.

Max siempre había sido más guapo, Ashton siempre tendría todo lo que quería. Y él estaba harto de cargar con las burlas y las comparaciones.

—¿Qué te pasa, Josh? Cada día estás más flaco y...

—Déjame, por favor —rogó entonces Josh—. No lo entiendes, es... para motivarme, porque los dos son perfectos y yo...

—¡Son fotos de gente casi sin ropa, Josh! El cuerpo de cada uno es privado. Y espero que no las hayas subido a ninguna cuenta falsa o un blog, porque no sabes quién las descargaría ni para qué las usarían. Y no solo estás atentando contra ti, sino contra tu mejor amigo. ¿No entiendes lo grave que son tus obsesiones?

—¡Yo solo quiero estar delgado! —explotó el muchacho de repente, incapaz de defenderse—. ¡Quiero ser como él, Shelby, y ya no sé cómo!

Shelby tragó con fuerza.

—Josh, ¿te das cuenta que lo que haces no tiene ningún valor eterno?

—No te entiendo.

Los ojos de ella retenían lágrimas; los de él estaban vacíos. La enfermedad lo había cegado completamente. Shelby bajó los brazos, rendida.

—Josh, necesitas ayuda. Tú tienes un trastorno alimenticio.

Obsessions (Las obsesiones de Josh)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora