21 | ¿Por qué a mí?

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Josh despidió a Ashton en la puerta trasera, y al girarse se encontró con que su padre ya estaba en casa. Se le disparó el pulso cuando su padre lo miró desde el mostrador con sus estrechos ojos azules y le hizo un gesto en dirección al pasillo.

Josh marchó primero, sin respirar, y pasó al dormitorio de sus padres. Escuchó a su padre entrar detrás de él y cerrar la puerta; sin respirar, se acomodó al borde de la cama, y su padre, que giró la silla del escritorio al muchacho para sentarse, apoyó los antebrazos sobre sus rodillas.

—Tu amigo Ashton llamó ayer cuando pasó todo —empezó en voz baja—. También vino la policía, y llamaron del instituto y del hospital. ¿Qué pastillas estabas tomándote?

Josh, que había fijado la vista en sus manos, se encogió de hombros.

—Eran para adelgazar —murmuró por decir algo.

No tenían nombre.

—¿Quién te las dio?

Otra vez encogió los hombros. Esperaba que, tarde o temprano, empezara a regañarle a base de gritos firmes que lo estremecieran, con la energía con la que seguramente amenazaba a sus soldados.

Pero no hablaría de Lydia o se vería obligado a explicarle que le gustaba, y nunca admitiría frente a su padre que la chica lo rechazó o se sentiría más estúpido todavía. Ni siquiera tenía la confianza suficiente como para confesarle a su padre que le gustaba alguien.

—Josh, mírame.

Sin embargo, Josh agachó la cabeza aún más. Se sentía tan trasparente que era incapaz de mirarlo a la cara.

—No puedo.

—Tienes que explicarme por qué se te ocurrió que era buena idea amenazar con suicidarte. ¿No sabes que las palabras tienen consecuencias?

Josh cerró los ojos.

—Nunca había estado hospitalizado por esto —confesó por fin.

—¿También querías?

—Quería demostrarte que estoy enfermo.

Con fuerza, se abrazó los delgados brazos. Ni él mismo entendía por qué necesitaba sentir que merecía la recuperación, que su anorexia era tan real como la de cualquier persona que la sufriese. Y de pronto, su padre posó una mano en su rodilla y su calidez lo estremeció.

—¿Por qué elegiste esta enfermedad, Josh?

Josh frunció el ceño.

—No la elegí —murmuró. El nudo en su garganta lastimaba sus cuerdas vocales—. Solo me he odiado desde hace mucho tiempo.

—Sí lo hiciste. No naces con anorexia, Josh. Si no hubieras decidido restringirte, vomitarías o te autolesionarías, o te habrías escapado de casa. Pero elegiste hacerte daño así, ¿por qué?

—Porque quiero ser perfecto, papá.

El nudo en su garganta lastimaba sus cuerdas vocales.

—Pero...

—Porque esto se nota —masculló, y clavó sus ojos verdes, bañados en lágrimas, en el rostro inexpresivo de su padre—. Cualquier otra cosa la habría escondido mejor, pero quería que todos supieran que no estaba bien, que necesito ayuda, que no puedo ser perfecto. Pero quería serlo.

—Nadie es perfecto.

—Pues parece que Max lo es —replicó, por primera vez en su vida—. Parece que tú lo eres. Parece que esperas que yo lo sea.

Analizaba la piel cuarteada de no sonreír de su padre; sus afiladas pupilas le perforaban el alma, desconcentrándolo. Lo vio apretar los labios.

—¿Qué pasa con tu hermano?

—Que es perfecto —respondió—. Es feliz, tiene todo lo que quiere y mamá siempre se preocupa por él. Pero a mí sólo me recordáis que tengo que ser fuerte, inteligente, tranquilo, sacar calificaciones perfectas, que todo debe irme bien...

—Nosotros no te hemos enseñado eso.

La aspereza de su voz provocó que Josh estallara. En ese momento dejó de importarle si le gritaba, lo abofeteaba o lo llamaba mentiroso.

—Sí lo habéis hecho. Más tú que mamá —soltó—. Porque haga lo que haga, no es suficiente. Nunca estás en casa, pero si estás, me regañas porque como y porque no, porque no hago deporte y porque hago demasiado, o porque estoy siempre en mi cuarto. No quieres que dibuje, ni fume, ni me enoje, ni me muerda los dedos... ¡No puedo ni respirar porque lo hago mal! Quieres que sea un robot perfecto, ¿no te das cuenta?

Estaba preparado para los gritos y la bronca. No sería la primera vez. Sin embargo, su padre clavó los ojos cristalinos en los suyos y le acarició la rodilla.

—¿Así te hago sentir?

Josh apretó los labios. Su padre no esperó a que respondiera porque lo vio a punto de llorar.

—¿Y por qué no me lo has dicho? —preguntó con suavidad, haciendo aún círculos con los dedos en su pantalón vaquero.

—Porque no tienes tiempo.

El murmullo de Josh le robó el aliento. Se miraron a los ojos durante cinco segundos y Josh llegó a pensar que su padre se defendería con que estaba dedicando su tiempo a proteger al país y, que si su familia no le importara, no estaría sacrificando su vida por ellos, por proveerles.

—¿Tiempo? —repitió su padre—. ¿Cómo puedo darte mi tiempo?

Josh se encogió de hombros. Ni él lo sabía.

Entonces su padre sopló.

—Josh, yo nunca quise que te sintieras así. Déjame ayudarte —pidió—. Quiero conocerte, así que no te avergüences de quien eres. No estás solo ni te voy dejar solo. Te daré mi tiempo, lo prometo. No sé muy bien cómo, pero haré lo que haga falta para que te recuperes.

—Lo dices porque no has visto la factura del hospital —hipó Josh, que elevó los ojos para pestañear y ahuyentar las lágrimas que ya rodaban por sus mejillas—. Te prometo que lo pagaré yo. No quiero ser una molestia, papá.

—Lo pagaremos juntos —lo cortó su padre—, porque no es solo tu responsabilidad. Y tu hermano no es perfecto, ni tú tampoco, ¿vale? Así que no te obligues a serlo.

—Max nunca te ha dado tantos problemas.

Josh apretó una muñeca contra su ojo izquierdo para no derramar más lágrimas y su padre aprovechó para agarrarle la otra mano. Calentó sin pretenderlo los dedos fríos del chico.

—Tú no eres Max, así que no vuelvas a compararte con tu hermano. Tú eres y debes ser Josh Higgins. Eres una persona diferente y yo estoy orgulloso de quien eres.

Josh rompió a llorar. Cubriéndose la cara con un dorso, sollozó tan fuerte que su cuerpo entero se estremeció. Su padre no soltó su mano. Lo observó en silencio, sin atreverse a moverse, y Josh hipó.

—Perdón, papá...

—No pidas perdón. Yo siento haberte puesto esa presión encima.

Se inclinó hasta pegar la frente al pecho de su padre, porque sabía que él no intentaría abrazarlo. No estaba acostumbrado, y que lo hubiese rodeado el día anterior había sido un paso que jamás habría imaginado posible. Pero cuando sintió los brazos de su padre sostener los suyos, posadas las manos en su espalda, él sollozó, ahogado en el llanto, hasta liberar toda la presión que asfixiaba sus pulmones.

No recordaba la última vez que su padre se había disculpado. Seguramente no lo oiría admitir que lo sentía en lo que le restaba de vida, pero en ese momento, cuando lo envolvió con torpeza, casi le dio la impresión de que era otra manera de decirle que lo sentía.

Que sentía no haberse dado cuenta de cuándo le impuso esa carga y que no sabía cómo quitársela, pero que no descansaría hasta convencerlo de que él era suficiente porque era su hijo.

Su padre acababa de quitarle de los hombros una terrible responsabilidad que ni se imaginaba que un día puso.

Obsessions (Las obsesiones de Josh)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora