19 | La bendición de conocerte

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Se colocó su chándal y sudadera gris. Fuera, el enfermero de piel oscura lo condujo hacia la salida de la unidad de emergencias, donde una enfermera grande y de uniforme marino lo condujo como si fuera un enfermo mental a un coche azul, frente a la entrada. Josh fue recibido por la brisa fría de noviembre y el cielo oscuro del anochecer. Debían de ser las nueve.

El viaje de veinticinco minutos terminó en la clínica de salud Nila Creek.

Tras las puertas de cristal, una gran sala gris de pasillos vacíos que olía a desinfectante y talco se abrió ante él. Josh distinguió a otro muchacho que esperaba en el vestíbulo, más alto y delgado que él, con cabello lacio y largo, estropeado, muerto en vida. Entonces Josh fue consciente de que allí se quedaban otras personas con pensamientos suicidas y trastornos de personalidad.

Le dieron una manta y un sándwich. Luego lo condujeron a otra sala de sofás reclinables; Josh se acomodó en uno, envuelto en su manta, helado y terriblemente confundido. Si hubiera contado con datos móviles, habría llamado a Ashton, o a Shelby, para no sentirse tan solo. Pudo dormir alrededor de dos horas y media antes de que lo interrumpieran por última vez.

El mismo enfermero se le acercó para pedirle su nombre y preguntarle qué hacía allí. Cuando Josh le dijo, adormilado y en un susurro, que tenía un trastorno alimenticio, el enfermero de reojo.

—Nadie puede obligarte a mejorar —le dijo, ronco; cruzado de brazos, observaba a Josh, que se había acurrucado en el sofá, sin imaginar que era el primer hombre en hablarle con semejante dulzura y calma—. Esta es una enfermedad muy competitiva, y hasta que no entiendas que estar enfermo no tiene nada de bueno, no querrás estar sano. Estar sano es una bendición. Así que aliméntate con fruta, verdura y todo lo bueno que hay para comer. Tu cuerpo sabe lo que necesita y cuánto. Confía en el proceso.

Josh hubiera querido seguir escuchándolo, pero un señor se asomó a la sala para llamarlo y el muchacho se levantó. Arrastrando la manta blanca, siguió al nuevo enfermero hasta una oficina, pasillo abajo.

Aquel enfermero lo hizo sentarse frente a un escritorio atestado de papeles, carpetas, fotos de familiares y de perros, y una adorable tacita de café. Al otro lado de la mesa, estaba el psiquiatra.

El doctor Martwell juntó las manos sobre el escritorio y miró al chico de dieciocho años frente a él. La oficina, pequeña y cálida, no le resultó a Josh tan interesante como el doctor Martwell.

Era un hombre grande, con un rastro de barba blanca y gafas redondas que hacían sus ojitos celestes incluso más pequeños.

—Cuando murió mi esposa —empezó suavemente—, caí en depresión. Y después de más de cuarenta años con el amor de mi vida, perderla fue el fin de la felicidad.

Josh agachó la vista hacia sus manos. Su voz cargada de tristeza le apretujaba el corazón, porque le recordaba al abuelo que nunca había tenido.

El doctor extrajo unos papeles del cajón a su izquierda y tomó un bolígrafo.

—Josh Higgins... —murmuró, escribiéndolo—. ¿Qué te gustaría ser de mayor?

Josh se encogió de hombros.

—Quiero estudiar arte —confesó—, pero mi padre no cree que sirva de nada.

—Bueno, aún tienes tiempo —dijo, sin dejar de anotar datos—. Entiendo que estás recuperándote de un desorden alimenticio, ¿correcto?

—Y lo eché a perder.

El psiquiatra negó, mirándolo de reojo.

—La recuperación no es fácil —dijo—, en especial porque la comida siempre estará ahí. A veces no hundirse es más importante que avanzar. Necesitas un descanso, porque dar manotazos al viento, como estás haciendo, te está agotando, así que me gustaría que te quedes cinco días aquí para una terapia intensiva y...

Obsessions (Las obsesiones de Josh)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora