13 | El ciclo

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El vuelo que hacía escala en Estambul se había retrasado y su padre no llegaría hasta el lunes; por eso, cuando Josh llegó a casa, oyó a su madre saludar desde la sala, donde estaba con el pequeño Joe, y en cuanto supo que Shelby había subido a su cuarto, anunció que comería.

Y comió todo lo que quiso, sin que nadie le viera, porque la pared de la cocina lo separaba de la sala de estar. Moría de hambre, y de dolor, y de ira. Se había sentido rechazado muchas veces, pero era la primera vez que se atrevía a superar el miedo a decirle a una chica cómo se sentía, y ardía.

Ardía porque ahora ella sabía que tenía el poder de herirlo con palabras. Los cortes en el alma ardían. Nunca sería suficiente para nadie, nunca le gustaría a ninguna chica hasta que fuera delgado, nunca nadie se sentiría orgulloso de estar con él. No tenía nada con lo que impresionar a nadie, e incluso él se avergonzaba de sí mismo, porque nunca sería tan seguro como los chicos que conocía.

Aunque comía por impulso, todavía razonaba: dejó suficiente pan en la bolsa de plástico como para que no creyeran que él se lo había terminado, y sin respirar se comió una barra de mantequilla del cajón del frigorífico donde las guardaban; luego abrió el tarro de crema de cacahuete y se llevó a la boca cinco o seis cucharadas, y luego agarró unas doce barritas de cereal de la enorme bolsa que su madre compraba.

Ya no le importaba si engordaba o no: si ninguna chica lo querría, entonces él tampoco se molestaría en gustarles. Rebañó los bordes y las paredes del tarro de yogur para que nadie notara que faltaba, y cuando ya sentía náuseas, se le aglutinó la culpa en la garganta.

Adolorido, se detuvo para respirar.

Poco a poco, recuperaba la conciencia de que tenía el estómago lleno, y no odiaba nada más que esa sensación. Oyó a su madre preguntarle desde la sala qué buscaba, pues había escuchado el ruido de las cajas y bolsas, y al instante Josh respondió que ya había acabado.

Metió de nuevo el pan en la alacena, tiró el tarro de yogur vacío a la basura y subió corriendo la escalera. Le temblaban las rodillas, y las manos, y sudaba frío, así que se metió al baño antes de que alguien lo interrogara y, después de echar el seguro, se inclinó sobre sí para hundirse los dedos en la boca.

Soportó el dolor y el ardor, tocando el fondo de su garganta, hasta que oyó sus propias arcadas. Y tosió, y se vio obligado a retirar la manos. Se golpeó el abdomen, enojado, pero nada fluyó. Solo escupió saliva, y se hizo daño, y necesitó un minuto para restablecer su ritmo de respiración.

Asqueado de sí mismo, se arrodilló en el suelo y pegó la espalda a la puerta cerrada, y quiso llorar por culpa de la frustración. Odiaba el sabor de la comida en la boca, y la pesadez en su estómago, y su incapacidad de vomitar.

Con los ojos enrojecidos porque se acercaba el llanto, igual que los labios, trató de relajar el pulso en sus venas. Sabía que lo que hacía, o lo que intentaba hacer, no estaba bien: por eso su corazón se aceleraba. Pero no podía no hacer nada. Haría abdominales hasta sentir que se le bajaba la comida, y se lavaría los dientes, y correría en el garaje, y buscaría otras pastillas en el cajón de la cocina donde sabía que su madre guardaba las tabletas para una rápida digestión.

Se le emborronó la visión. Le dolía el pecho.

Ya no había razones para intentarlo, así que Josh Higgins se propuso comer tanto como quisiera, siempre que quisiera. Sabiendo que su madre estaría más tranquila si lo veía alimentarse, le pedía todo lo que quería, desde pizza de microondas, patatas de bolsa, galletas y refresco, y a las once de la mañana ya estaba hinchado como si fuera intolerante al gluten. Y aunque a la hora de la comida no tenía hambre, ni a la de la cena, no se negaba porque su única meta era estar lleno a cada hora del día.

Obsessions (Las obsesiones de Josh)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora