Josh no le dijo nada a Ashton de la conversación con Lydia porque sabía que no estaría de acuerdo con las pastillas ni con los laxantes; más aún, le preguntaría para qué quería suprimir el hambre o se burlaría de él, como hacía de Grady y de cualquiera que pareciera un tinaco.
Por tanto, estuvo dibujando la delgadísima figura de Lydia en su cuaderno a lo largo de la siguiente clase. Y cuando se cansó, a última hora del día, se condenó a llenar la última página de su libreta, desde la primera línea hasta la última, con la frase "no comas", una tras otra, hasta que nada más pudiera leerse. Al margen, escribía las calorías de lo que había comido, y se recordaba cómo esconder la comida al llegar a casa.
Cuando entró a su casa por la puerta trasera, se detuvo en el jardín a revisar el frasco sin etiqueta. Sabía que su madre trataría de convencerlo de no alterar cómo funcionaba su intestino con laxantes, porque intentar hacerle sentir culpable con palabras dulces era lo que mejor se le daba. Pero si su padre se enteraba, lo mataría. Los gritos serían seguros, pero no quería arriesgarse a un empujón también. Afortunadamente, hacía una semana que su padre había partido a Grecia.
Sacó una de las pastillas, entró por un vaso de agua y se la tragó en el jardín. No tenía ni idea de cómo funcionaban, así que esperaba sentirse más ligero al instante, pero no sucedió. Lo único en lo que confiaba era en que no tendría hambre hasta la hora de la cena.
Además, solo podría acercarse a Lydia si tenía intenciones de comprarle más pastillas. Y para eso, no solo necesitaba esforzarse con las tareas de la casa para que su madre le diera dinero, sino también acabarse aquellos frascos antes de pedirle más.
Sabía que no durarían mucho, si se tragaba una cada vez que sentía hambre.
No comió por el nudo en el estómago; de hecho, el recuerdo de la preciosa cara de Lydia enmarcada por su largo cabello negro lo motivó a hacer ciento doce abdominales aquella noche. Durante el día consumió doscientas nueve calorías, pero no tenía hambre.
Le dolía el vientre cuando se acostaba: se le hundía y su ombligo palpitaba; las costillas sobresalían, pegadas a la fina piel, pero había leído en algún blog de Internet que dormir derecho, y pasando frío, quemaría más calorías. Pasaba las noches mirando publicaciones en Instagram sobre cómo perder peso rápidamente.
Más agua. Una comida menos. Más ejercicio. Menos calorías. Platos más pequeños.
Anotaba todos los consejos, los practicaba a diario. Pero el miedo a verse hinchado y lleno, a sentirse desprotegido, observado y juzgado cada vez que comía, le impedía aceptar que ya bastaba. Hacía unos meses, habría dado todo por parecerse aunque fuera un poco a Ashton, pero ahora que se veía más flaco que él no quería perder esa imagen.
No quería soltar su cuerpo.
Deprimido, apagó el celular y lo escondió bajo la almohada. Daba igual que rozase los cuarenta y siete kilos: sus muslos seguían pareciéndole flácidos y aún le quedaba una lonja en el abdomen que no lograba eliminar, o al menos comparado con su hermano. Tampoco le gustaban sus mejillas. Hacía dos años, un amigo del antiguo instituto le dijo que tenía la cara redonda.
Josh no lo había olvidado.
Tiritó de frío, abrazado a la almohada. Perdería el peso necesario hasta que su abdomen se cuadriculase y sus muslos se separaran tal y como él quería.
No desayunó: se tomó otra pastilla mientras esperaba a Ashton, fuera de su casa. Al fondo de su mochila negra, había escondido el frasco blanco, sin etiqueta ni prescripción, porque a la hora del recreo, mientras nadie miraba, sacaría una más para no comer en la cafetería. Bebió el mínimo de agua para no alterar su peso y mascó chicle sin azúcar hasta engañar a su propio estómago.
Era viernes y, después de la clase de deporte, se pesaría en el vestuario. O al menos eso planeaba, porque cuando estaba quitándose la camiseta, vio de reojo a Ashton cruzar el pasillo de casilleros con el propósito de detenerse frente al de Josh, pero este se escondió por reflejo.
—Espérame fuera —le pidió.
—¿Por qué?
Pese a las ganas de gritarle que lo dejara en paz, Josh mantuvo la boca cerrada.
Había pegado la espalda al metal del último casillero, ignorando el frío en su columna vertebral. Y cuando Ashton se asomó al pasillo y vio solo sus brazos, con la camiseta entre las manos, resopló.
—¿No quieres que te vea? —replicó, casi con sorna—. Josh, estás tan flaco que veo a través de ti.
—No es por eso.
—¿Entonces qué te pasa?
Josh hizo una mueca.
—Voy a tardar —murmuró, y Ashton alzó las cejas, incrédulo.
—Esta noche vamos al cine —le dijo—, por si quieres venir. Aunque no creo que te guste. Es sobre un apocalipsis zombie. Pero si eso pasara, a ti nadie te comería.
—A ti te da envidia.
Entonces fue el turno de Ashton de fruncir el ceño, desconcertado.
—¿De tus huesos?
—De que estoy bajando de peso después de años intentándolo.
—Josh, envidia no me da. Me da rabia.
—¿El qué?
—Que no comas.
—No vives conmigo para saber si como o no.
—Ni ayer ni hoy has comido con nosotros. ¿A dónde vas? ¿A vomitar? No vomitas, ¿verdad?
—Claro que no —bufó él—. Eso es de mujeres.
—Josh, es una enfermedad.
—Yo no estoy enfermo.
Y Ashton se rindió. Abandonó los vestuarios protestando en voz baja que tampoco le importaba porque hablar con él era imposible, pero a Josh ni siquiera le molestó. Se quitó la camiseta por fin y los pantalones de chándal, y se acercó al armario metálico supuestamente cerrado con llave para, con total facilidad, girar el seguro, abrir la puerta y sacar la báscula digital.
Su corazón dio un vuelco cuando la posó en el suelo.
Conteniendo la respiración, se subió en ella.
Cuarenta y seis kilos con cuatrocientos gramos.
Había perdido dos kilos y cuatrocientos gramos en una semana. Atónito, Josh se bajó de la báscula y esperó a que se apagara para volver a subir. El mismo número parpadeó dos veces ante él.
Quizá podía ir al cine con sus amigos aquella noche. Quizá no haría daño comer patatas de bolsa y chocolate por un día. Estaba tan cerca de su peso meta que sería imposible arruinarlo.
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Obsessions (Las obsesiones de Josh)
Novela JuvenilMenos calorías, más ejercicio, menos comida, más hambre, menos peso, más huesos. Menos tú, más anorexia. Josh Higgins es un chico popular. Todos lo conocen, todos lo quieren. ¿Quién imaginaría que, detrás de su vida tan perfecta, hubiera un monstruo...