10 | La chica perfecta

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Odió el plan desde el primer día.

Podía controlar sus desayunos y snacks a media tarde, pero no la comida ni la cena, y que su madre no supiera del menú no ayudaba. Ahora tenía que calcular las calorías en el comedor para comer lo que el plan sugería, pero sus amigos no parecían notarlo, ni Ashton, que evitaba mirarlo a pesar de sentarse justo a su lado.

El vientre de Josh siempre lucía hinchado. Dos platos principales y tres piezas de fruta al día le provocaban una reacción digestiva incómoda, aunque a la mañana siguiente su aspecto volviera a normalizarse. Pero no probó la mantequilla.

Odiaba la sensación del aceite en su boca y manos, que solo aparecía en su imaginación. También odiaba que su hermanito Joe dijera que no inmediatamente después de él cuando su madre les ofrecía bacon para desayunar o hamburguesas en la cena.

Sin embargo, nunca dejó de hacer su rutina de ejercicios ni las pastillas adelgazantes. Necesitaba calmar la ansiedad que le provocaba comer, además de que temblaba cuando no se tomaba los laxantes, a pesar de que ya no estaban haciendo efecto. Tal vez había consumido tantos que ya su estómago no sabía digerir la comida por sí solo, pues empezaba a estreñirse con más frecuencia. Tampoco los chicles engañaban a sus intestinos: algo andaba mal y su madre se había dado cuenta.

Le preguntó por qué pasaba tantas horas en el baño y Josh se excusó con que se había enfermado del estómago hacía varios días.

—Cielo, ¿estás bien?

Josh asintió.

Su padre había sido destinado cinco meses a Europa, así que no tuvo que preocuparse de que lo descubriera. Una sola vez, mientras su madre hacía la compra y Shelby salía con sus amigas, el pequeño Joe lo vio sacar el frasco de pastillas desde la sala y preguntarle si estaba enfermo. Y Josh perdió el control: asumiendo que se refería a su peso y no a un simple dolor, lo agarró del brazo con tanta fuerza que le dejó marcados los dedos.

—No le digas nada a mamá —advirtió— o yo le diré que tiras la comida cuando no te ve.

Era verdad.

A finales de abril, cuando la primavera ya se abría camino por los jardines del St. James High School, se pesó en los vestuarios. Respiró aliviado al ver un cuarenta y ocho en la báscula. Estaba ganando peso tan lentamente que ni siquiera percibía la diferencia, pero lo odiaba.

Ashton, que seguía llevándolo a su casa, no había vuelto a sacar el tema, así que Josh supuso que no notaba que había engordado. De todos modos, no lo discutiría con él porque no le entendería. Nadie lo entendía.

Excepto Lydia Dashiell.

El seis de mayo, cuando Josh ya rozaba los cuarenta y nueve kilos, se sentó detrás de ella, como siempre, en clase de álgebra. La miró, a la espera de algún saludo, pero la chica lo ignoró como si nunca hubieran hablado antes. No le dio importancia, ya que, se dijo, sería extraño que ellos, tan distintos en cuanto a sus grupos de amigos, se hablasen.

No había sacado aún el libro cuando la vio alargar el brazo para abrir su mochila y, por primera vez, vio las cicatrices rojas en su muñeca. No eran muchas, o no debió de verlas todas, ya que la manga de su chaqueta cayó sobre sus pulseras de nuevo y las cubrió, pero se le volcó el corazón en el pecho.

Porque entendía lo que significaba.

No supo qué decir, ni si debía decir algo: por una fracción de segundo, se quedó en blanco. Luego llegó el profesor de álgebra y él se encontró con la vista fija en el papel de rayas de su cuaderno. Y a pesar de no pretenderlo, pasó el resto de la hora dibujando brazos en blanco y negro en los cuales luego trazaba líneas de tinta roja.

No creía que le dirigiera la palabra de nuevo, pero al final de la clase, la muchacha se giró en su asiento para encararlo:

—¿Han estado funcionando las pastillas?

Resultaba imposible que Josh se concentrara en responderle si el corazón se le desbocaba cada vez que contemplaba aquellas dos esferas celestes ribeteadas de densas pestañas; además, la sudadera roja de Lydia resaltaba su piel pecosa.

—¿Qué pasaría... si dejara de tomarlas de un día para otro? —le preguntó a media voz, y Lydia encogió un hombro.

—Intentarías compensarlo.

—¿Entonces engordaría?

—Supongo. Pero eso no debería pasar si solo tomas una al día.

No había manera humana de que se limitara a una al día. Había estado tomando una siempre que quería saltarse el desayuno o la merienda, porque no entraba en su menú y moría de hambre, y laxantes cada noche.

—El frasco no tenía instrucciones —farfulló en un leve murmullo— ni tampoco sabía el nombre para investigarlo.

Lydia sonrió de lado; se había levantado de su silla para ajustarse la mochila al hombro.

—Lo peor que puede pasar es que te vuelvas adicto —dijo— y no te apetezca comer nada nunca más.

Le dio un pequeño golpecito en el hombro antes de dirigirse a la puerta del aula, pero Josh no reaccionó. Tal vez Lydia bromeaba, o exageraba, o eso quiso creer Josh. Pero precisamente por esa razón había aceptado el menú de su hermana. Y se arrepentiría de haber ganado dos kilos cuando toda la culpa de su falta de hambre recaía en las pastillas y no en su restricción. En ese caso, haberlas dejado habría bastado para no asustarse.

—¿Qué fue eso?

Josh giró la cabeza, sorprendido.

Ashton Moore se había detenido a su izquierda, tan confundido que Josh resopló. No quería tener que explicárselo, ni era lo suficientemente inteligente como para mentirle.

—¿Qué haces aquí? —masculló.

—Suelo llevarte a casa —replicó Ashton con su condescendencia característica mientras Josh se levantaba para recoger sus cosas—. ¿No me vas a explicar por qué estabas hablando con Lydia?

—Creía que era eso lo que querías.

—La última vez te ofreció droga —protestó el chico—. ¿Estaba intentando convencerte o...?

—No —cortó de cuajo—. Dijo algo sobre la clase. Ya se me ha olvidado de lo tonto que fue.

Pero Ashton hizo una mueca.

Sabía que Lydia conseguía desmontar a Josh con simplemente clavar sus ojos azules como el cielo en los de él, y si ella lo descubría, se volvería peligrosa.

No obstante, agarró del brazo a Josh y tiró de él para sacarlo del salón. Josh no intentó liberarse, sino que se dejó arrastrar hasta el Chevy rojo de su amigo. Se sentó de copiloto y Ashton arrancó.

—Si le entras a las drogas —cortó el silencio Ashton, viendo que Josh no había recuperado el aliento—, te juro que te reviento.

Obsessions (Las obsesiones de Josh)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora