Charlotte

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La lluvia torrencial no paraba y la noche estaba puesta. No podía salir por muy valiente que fuera. Subí a la terraza del viejo edificio. Decidí tocar allí, resguardado en el cobertizo. Lo que me gustaba del lugar era una imponente enredadera que habitaba encima del techado. En primavera se abrían las flores en forma de campanas de color lila. Muchas plantas en macetas decoraban el húmedo lugar, eran de la dueña del edificio. Ella amaba las plantas. La vista era encantadoramente melancólica. La lluvia desapareció los edificios, hogares y árboles con su paso. Únicamente las nubes salvajes gobernaban en aquel momento. A la lejanía descendían rayos que rugían como dragones, hacían vibrar el edificio. De un momento a otro, y mientras caía un imponente rayo, se fue la luz. No obstante, siguieron cayendo más rayos que proporcionaban iluminación por breve tiempo.

Toqué la guitarra sin ver bien, fallé un par de veces. Los truenos sonaron cada vez más cerca del edificio. Dejé la guitarra y contemplé, abstraído, los rayos, estos me iluminaron el edificio de enfrente. Uno supuestamente abandonado, a punto de derrumbarse por la humedad. Entre rayos y rayos, vislumbré a una mujer parada en el borde del techo. Estiró sus brazos y dio un par de vueltas recibiendo la lluvia. Perplejo, contemplé la escena, a la dama que vestía ropas blancas como si de un espectro se tratara. Sonreía plenamente, estaba feliz por danzar en el tormentoso día. Sin embargo, se acercó cada vez más a la orilla.

Preocupado, supuse que intentaba suicidarse. Caminé lentamente. Pensé en qué hacer. No quería que muriera y asociar los días lluviosos con un suicidio que tal vez pude haber detenido.

Al verla dispuesta a arrojarse, di unos pasos atrás, suspiré y tomé vuelo corriendo. Salté como un desquiciado al otro techo. Por suerte, la distancia que nos separaba era menos de un metro. Llegué con algunos raspones en los codos y mi camisa se desgarró. No tardé en empaparme con la lluvia. Corrí y detuve a la joven, jalándola a un lugar más seguro.

—¿Qué haces? —grité enojado y asustado.

—¿Estás loco? —Me clavó su mirada, la que deslumbró como joya con el caer de los rayos cercanos.

—Te ibas a...

—¿Matar? —me interrumpió asombrada.

—¿No? —cuestioné desconcertado.

—No. —Negó con la cabeza y sonrió angelicalmente.

—Lo siento. —Desvié la mirada y caminé de prisa hacia la puerta.

—Creo que parece una locura bailar debajo de la lluvia. —Fue detrás de mí.

Abrí la puerta y, sin responder, bajé por las oxidadas escaleras. Quería salir corriendo de ahí y meter mi cabeza debajo de la tierra. Las pisadas de la joven hicieron un sutil eco en cada paso que dio. De un momento a otro, las pisadas se detuvieron. Me di cuenta de que estaba muy oscuro el lugar, sólo un triste foco de luz amarilla era el encargado de iluminar las escaleras.

—Soy Charlotte —soltó y rompió con el silencio incómodo.

—¿Cómo? —pregunté en voz baja.

Me detuve de golpe, atontado. Me giré en mí mismo y miré la sonrisa cálida y despreocupada de la joven que decía llamarse Charlotte.

—Me llamo Charlotte, ¿y tú? —Ofreció su pequeña mano húmeda.

Dudé en tomarla, la piel nacarada resaltaba en la oscuridad como la de un fantasma. Al tomarla me percaté de lo viva que ella estaba. Por un momento escuché una campanilla resonar en mi cabeza.

—René... —Solté la mano cálida.

—Lindo nombre... —sonrió—. Soy tu vecina de edificio —reveló alegre.

—¿Vives aquí? Pero si está a punto de caer...

—Eso parece, pero es seguro y muy económico —contó con una tierna entonación.

A la primera impresión Charlotte me pareció una chica tierna. Tenía una sonrisa amable que no cabía del todo en su pequeña boca. Su cabello de sol enmarcaba su rostro redondo y sus mejillas pecosas. Los mechones goteaban mientras se deslizaban en sus escuálidos hombros. Era una joven pequeña —llegaba a la altura de mi corazón—, sumamente esbelta, que vivía sola en un edificio abandonado. En aquel momento ella era muy vulnerable.

—Tal vez me mude —dije bromeando.

—Deberías, si quieres ahorrar. Casi todos los departamentos se encuentran abandonados, menos en donde vivo, el siete, pero hay fantasmas —soltó lo último dicho en un susurro.

—Discúlpame, no quería interrumpir en tu baile. —Continúe bajando por las oxidadas escaleras.

Escuché las delicadas pisadas de Charlotte detrás de mí. Por una razón que desconocía me dio tranquilidad escuchar sus pies húmedos y descalzos andar por el lugar. Tal vez, el edificio me parecía terrorífico, y al sentir la presencia de otro ser humano me daba valor para seguir bajando las escaleras oxidadas.

—No te preocupes, vecino. Nos vemos luego. —Alzó su mano despidiéndose.

Caminó por uno de los pasillos y la perdí de vista en la penumbra del lugar.

Y así conocí a Charlotte, en una noche tormentosa.

En mi melancólica soledad con ellos ( Completa y disponible en papel)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora