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Charlotte guardó sus cosas en bolsas de plástico. Saúl y yo la ayudamos a llevar sus pocas pertenencias a mi departamento. En la habitación que le ofrecí únicamente había un librero con viejos libros y una cama empolvada, tapizada por pelos blancos del gato, y algunas cajas esparcidas. Charlotte, feliz, abrió la ventana de la habitación que daba vista a la ciudad. Fue en ese momento, cuando ese pequeño espacio gris arrumbado se vio bendecido por la calidez de Charlotte. Las partículas de polvo volaron y parecieron ser pequeñas estrellas buscando el calor de alguna luz. Las luces de los demás edificios se veían lejanas desde la ventana, pero el cielo parecía ser alcanzable con solo estirar la mano.

Sin hablar mucho, Charlotte se puso a limpiar y acomodar sus cosas en el closet. Después de sacar las cajas, dejé sola a Charlotte en la habitación para que se acoplara e hiciera lo que tuviera que hacer. Saúl volvió a sus escritos. Tomó lugar en el sillón donde se refugiaba y prendió su laptop. Se encontraba inusualmente serio. Ignoré el ánimo de Saúl. Fui al comedor y terminé la sopa que dejé a medias. Exagerando y figurativamente, casi moría de hambre. Él tenía razón sobre el sabor que pueden darle a la comida las mujeres. Pensé que no sólo las mujeres podían hacer eso: cualquier persona que cocinara feliz, haría buenos platillos por muy sencillos que fueran.

Mis malestares por la resaca se fueron. Sin embargo, tenía sueño. Fui a mi cuarto y me eché en mi cama. Antes de dormir, vi el viento juguetear con las cortinas de la ventana, agitándolas de un lado a otro y dándoles formas, a veces de cuerpos y otras veces de rostros con diversas expresiones.

Un extraño sueño llegó aquel día. Era el lago del pueblo, el que estaba en el centro del bosque de coníferas azules. Los pinos estaban cubiertos por un manto delicado de nieve. El lago congelado reflejaba las nubes que marchaban lentamente y cubrían el sol. Me encontraba en una banca, en la que solía pasar mi tiempo libre. Tenía en mis manos una guitarra. Me costaba respirar. El aire era pesado y frío, el vaho escapaba seguido de mis labios. Me sentí melancólico. La iluminación del lugar era particularmente azulada y la nieve resplandecía por cuenta propia. También, me sentí solo y agobiado, sin rumbo a donde ir.

Al parecer, era un recuerdo manifestado en mis sueños, cuando practicaba a solas. Me concentré en la guitarra, fallaba demasiado en armonizar las notas. Cansado, dejé la guitarra en la banca. Contemplé el lago, un extraño humo negro emergía del centro. Dejé mi lugar, atraído por el humo avancé lentamente por la superficie congelada. Ese humo espeso me ofrecía una sensación agradable, era como un sitio al cual añoraba ir. La capa de hielo crujió ante mis pisadas.

—¡Alto! —gritó una niña y su dulce voz hizo eco.

Aves de plumaje negro salieron disparadas hacia el cielo y desaparecieron entre las nubes azuladas de espirales.

Dejé de avanzar. Al girarme, pude ver la niña de trenzas largas que me frenó.

—¿Qué pasa?

—No avances más, regresa —pidió la niña afligida.

—¿Por qué?

Contemplé a la pequeña, me pareció un espectro. Su tez tan pálida competía con la nieve. Y sus ojos... esos ojos eran profundos, sumamente poderosos para ser los de una niña. Portaba un largo vestido negro, resaltaba en la tela sus largas trenzas rubias. Simplemente se protegía del invierno con una bufanda y un gorro de lana rojo.

—Hazme caso. —Clavó su mirada en mí.

—Bien... —Salí del lago congelado.

En el momento que me dispuse acercarme a la niña, ella salió corriendo dirección a las cabañas del bosque. El sueño era un recuerdo de mi pasado, uno que se volvió irrelevante mientras crecía. Sin embargo, lo recordé, porque esa niña era Charlotte.

En mi melancólica soledad con ellos ( Completa y disponible en papel)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora