Saúl terminó contagiándose. Al estar ambos enfermos, nos quedábamos encerrados y aislados en el departamento. Solíamos pasar el tiempo en pijama en el sillón, mirando películas. Saúl me dijo que enfermo no escribía, porque sus letras también salían enfermas y enfermaban a quien las leía. Eso era algo terriblemente contagioso y mortal, dijo, en su exageración.
Las películas eran de las más extrañas, Saúl tenía unos gustos muy raros. Una trataba de la vida de un niño que creció en un circo y su madre pertenecía a una secta extraña. Al final, el niño crecía y se convertía en un loco asesino. Después de que la vimos, Saúl puso una infantil para quitarse la mala vibra que le dejó la película del niño del circo. Me reí, la pasaba mal y él era quien elegía las películas. Después puso una película que me hizo llorar, claro, encubrí mi pena gracias a la gripe. Me soné con un pañuelo y dije en murmullos: qué gripe tan fastidiosa. Era una película sobre una joven que engañaba a su prometido. Al final, ella se arrepentía y se disculpaba de corazón. Él aceptó la disculpa, y se casaron, viviendo felices para siempre.
—Si fuera de oro, Dafne, tú en verdad me amarías —soltó Saúl cuando salieron los créditos de la película.
—Ah, la canción que canté cuando estaba ebrio. —Entrecerré los ojos y me acomodé más en el respaldo del sillón.
—Era una buena canción. «Si fuera de oro, Dafne, tú en verdad me amarías y me valorarías. Alma de cobre, anhelas lo que no tienes, la plata ni el diamante te satisface de verdad» —citó Saúl, cantando.
Miré a Saúl, me gustó la fina sonrisa que se delineó en su rostro sonrojado por la gripe. Llevaba su largo cabello trenzado y algunos mechones rebeldes se escapaban, enmarcando su fino rostro. Sin la barba no parecía un hombre de veintiocho años, esta le daba la edad que realmente tenía. Al no tenerla, parecía de la mía. Supuse que su apariencia tan cuidada era producto de su vida despreocupada y pudiente. Un obrero suele tener las manos ásperas y quemaduras en la piel por el sol, no tiene tiempo para el spa, caminatas en las montañas ni escribir largas obras como lo hacía Saúl.
—No estaba en mis cinco sentidos —justifiqué.
—Lo sé. —Dejó su lugar en el alargado sillón.
—¿Por qué no desperté con mi ropa? —pregunté al recordar esa noche.
—Ah, esa es una grandiosa historia.
Saúl caminó descalzo hasta la cocina, escuché sus pasos y pensé en lo rápido que el tiempo pasaba, en como él se había vuelto un buen amigo de confianza. Suspiré al no saber por cuánto tiempo duraría esa agradable etapa.
—¿Me la contarás? —pregunté luego de escapar de mis pensamientos.
—No. ¿Quieres café?
—¿Por qué no lo harás? —reproché—. Sólo un vaso de agua.
—Porque es tu problema si olvidaste lo sucedido. Ahora únicamente es mi historia, para mi uso personal. La usaré en un escrito.
Escuché la cafetera y no tardó en llegarme el aroma del café.
—Puedo oler el café, ya me estoy curando —revelé alegre—. ¿Entonces tendré que leer tus nuevas obras para saber qué pasó?
—Así es —afirmó con su típico vozarrón.
Saúl apareció con un vaso de agua en las manos y una taza de café, los dejó en la pequeña mesa de la sala. Su laptop se encontraba cerca, acumulaba polvo de algunos días. Agradecí, tomé el vaso y me recargué en el sillón. Vi la luz del foco reflejada en las ondas del agua en el vaso.
—Te distraes fácil, contemplas demasiado tu entorno. —Saúl me clavó su mirada.
—Qué triste sería no hacerlo, son encantadores los pequeños detalles de la vida. Tú eres escritor, seguramente analizas más el entorno que yo. —Regresé la mirada de Saúl, retándolo con la mía.
—Me gusta contemplar los detalles de las personas. —Frunció el ceño y fijó la mirada en mí—. La forma de las cejas —prosiguió sin dejarme de ver—, el brillo de los ojos, los lunares, el contorno y forma de los labios: rosados, pequeños, pero carnosos.
—¡Basta! No seas raro —desvié la mirada.
—¿Qué tiene de raro? —Torció la mueca y se cruzó de brazos, desistió de verme.
Saúl tomó el café y lo bebió dando pequeños sorbos, de verdad degustaba del café.
—Pues... no sabría describírtelo, pero es como si invadieras mi espacio personal.
—El problema es que todo te da pena. Sí, pareces alguien salido de un pequeño pueblo. En fin. —Dejó la taza vacía en la mesita—. Tengo que ir a mi casa, acompáñame —pidió.
—Cierto, parece que vives aquí y no tienes hogar —respondí.
—Tengo que ir por unas cosas que necesito. Creo que mi exmujer ya no está rondando por el lugar, vi que daría una exposición en otro lado del mundo. Algo así. —Llevó su mano a su mentón pensativo.
—Está bien, ya me cansó el encierro que me sometió la enfermedad. Además, es justo, tú pasas demasiado tiempo en mi departamento, es momento de que yo pasé mucho tiempo en tu casa. —Sonreí feliz.
—Bien —dijo a secas.
Terminé alistándome y saliendo con Saúl, tomamos un taxi. Vivía muy retirado de donde yo, precisamente, en una zona residencial con guardias y casas enormes parecidas entre sí. Me asombré, los únicos guardias que tenía el edificio donde vivía eran las cucarachas y ratas. Tener el gato era un alivio, ahuyentaba a los insectos. Nunca adopté el gato, él ya estaba en el departamento cuando llegué y ahí se quedó, igual que Saúl y Charlotte. Miré por la ventana del taxi, las casas eran similares, ninguna resaltaba más que otra.
—Me gustaría ver el lugar donde creciste —soltó aquello Saúl y derrotó al silencio en el interior del taxi.
—¿Por qué?
—Estoy seguro de que eras un niño riquillo.
—Ah, bueno, nunca me importó eso, porque sabía que todo era de mi padre y me sentía ajeno a él. Fue como si hubiera vivido en una mentira, en un lugar temporal. Me sentía ajeno e incómodo —expliqué—. Además, las casas en mi pueblo son muy diferentes, más rústicas y separadas entre sí por miles de hectáreas de campo, bosque o por el río. Suele nevar en demasiados meses y en los otros son fríos. No hay primaveras tan ardientes como en la ciudad.
—Ahora me han dado más ganas de ir —admitió Saúl—. Esta ciudad es conocida por llover demasiado, es su encanto.
—Me gusta —dije con honestidad.
—Vaya, parece que a Renatus le gustan un par de cosas de la vida. No eres del todo cómo los témpanos nocturnos de tus ojos.
—Me gustan muchas cosas —dije pensativo.
Eché una mirada por la ventana. A la lejanía del cielo se veían nubes negras navegantes, apresurándose a la ciudad donde conquistarían. Pensé en lo mucho qué me gustaba ver el cielo, las estrellas, los paisajes solitarios, las madrugadas frías, la niebla; y la sensación de mis dedos rozar las cuerdas de la guitarra y el sonido de esta; el humo que desprendía el aromático café; las sonrisas honestas de Charlotte, sus ojos alegres, su dulce voz, su amabilidad, su pequeña figura ágil bailando debajo de la lluvia; las bromas de Saúl, el tono de su voz, sus ojos de paisaje de óleo, el sonido de las teclas cuando su mano se movía ágilmente de un lado a otro mientras escribía, ver su silueta, quieta, su ser inmerso en darle vida a lo que escribía. Su sonrisa pícara, la que estaba llena de confianza y lo hacía verse como el rey del mundo; el pelaje del gato, sus maullidos, ronroneos, mirarlo cazar todo lo más pequeño que él; los recuerdos de mi pueblo natal, la nieve desplazándose por el aire, los campos de tulipanes, las casas vistosas y personalizadas dependiendo del dueño; el sonido de los cisnes en el lago, las campanas de las iglesias y su arquitectura, el bosque oculto, donde imaginaba que monstruos devoradores de hombres se ocultaban; la luna sonriente reflejándose en los pozos y sobreponiéndose a todo; y sobre todo, me gustaba mucho el recuerdo sin lucidez de mi amorosa madre, su borrosa sonrisa, la que imaginaba similar a la de los ángeles.
El taxi paró enfrente de una casa que parecía ser una mansión.
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En mi melancólica soledad con ellos ( Completa y disponible en papel)
Teen Fictionversión y edición 2022 Disponible en papel ¿Qué tiene en común una chica que ve fantasmas con un escritor divorciado? La respuesta es René, un joven solitario que tiene como distracción tocar su guitarra en la calle, en la madrugada. Gracias a su pa...