La alarma sonó y me levanté más cansado de lo que dormí, mareado y mirando peor que de costumbre. Al verme en el espejo del baño, contemplé los estragos de la fiebre. Ojeras, mejillas rojas, labios hinchados y ojos vidriosos. Suspiré y con desgano me cepillé los dientes. Después de un reconfortante baño, me alisté lentamente, tomándome mucho tiempo. Decidí que era momento de usar más mis anteojos y no únicamente en la oficina. Salí de mi habitación y, como era de costumbre, se me había hecho tarde. Al abrir la puerta de la salida, me encontré con Saúl, regresaba de hacer algunas compras.
—¿A dónde vas? —preguntó y me retumbó en la cabeza su vozarrón.
—¿No es obvio? —Fruncí el ceño—. Quítate del camino.
—No puedes ir a trabajar enfermo —dijo sin moverse.
—Claro que sí. ¿Quieres ver?
—No, tienes que descansar. —Retó con la mirada—. Si te pasa algo... ya no podré terminar el libro que escribo —dio a saber afligido.
—No me pasará nada. Ya he trabajado antes enfermo, tomaré algo en el camino. Hazte a un lado, llegaré tarde —ordené con más autoridad.
—Ya qué. —Saúl se encogió de hombros y me dio el paso.
No me di cuenta en que momento llegué a la oficina. Estando enfermo el tiempo transcurría de manera misteriosa para mí. Estaba tan enfermo que todos se convirtieron en pollos, hasta Lila, mi jefe y la chica de cabello teñido —en mi decadente estado no pude recordar su nombre—. Me encontraba más ajeno de mi realidad que de costumbre. El día pasó lentamente. El clima me congestionó más y me subió la fiebre. Mi jefe, al verme tan enfermo, me dio incapacidad de una semana. Acto que le agradecí con todo mi corazón.
Feliz, regresé al pequeño departamento que antes me parecía un fantasma frío y solitario. Ese pequeño espacio se había vuelto tan cálido con la presencia de Saúl y Charlotte. Quería verlos, convivir con ellos y sentir su presencia armonizando el lugar. Saúl y Charlotte era lo que me faltaba en mi vida.
Antes de entrar al departamento, escuché a través de la puerta risas y una amena conversación llevada. Charlotte sonaba muy feliz, al igual que Saúl. Al entrar, me los encontré. Saúl yacía en el sillón y su laptop encendida en la mesita. Charlotte en la cocina, conversaba con Saúl mientras preparaba algo que olía muy bien.
—¡Ya regresó el tío! —Se levantó emocionado Saúl a recibirme.
—Me dieron incapacidad. —Esbocé una sonrisa—. Fue extraño, antes no me daban ni un día aunque estuviera muy enfermo.
—Las ventajas de tener contactos. —Saúl me guiñó un ojo, feliz.
—¡Decidí ir a la escuela! —Charlotte salió de la cocina dándome la noticia sumamente feliz.
Al girarme, la vi. Vestía un uniforme. Era una camisa blanca fajada con una falda plisada azul, calcetas blancas y zapatos lizos. Por primera vez vi las delgadas y rosadas rodillas de Charlotte, las que cubría con tanto esmero con largos y holgados vestidos. Contenta, ella dio un par de vueltas mostrando su uniforme. Mientras giraba, pude visualizar unas extrañas marcas en sus piernas, eran cicatrices de un pasado triste.
—Me alegro.
—¡Gracias! —Charlotte se abalanzó y me abrazó con sus escasas fuerzas.
Los brazos de ella parecían listones. Correspondí con miedo el abrazo, miedo de romperla. Era tan frágil, parecida a una muñeca arrumbada por el artesano que la hizo con tanto amor. Quise fundirme en aquel abrazo, desaparecer en la emoción de felicidad que me trasmitía Charlotte y vivir eternamente en aquel momento. Al ser tan pequeña, me pregunté si ella podía escuchar el latido de mi corazón y mi sentir. Recordé las cosas que vi rápidamente en el día que llovía, eché un vistazo a su alrededor. No vi nada.
—Te enfermaste por mi culpa —susurró y recargó su cabeza en mi pecho.
—No, no te preocupes. Ya estaba resfriado antes de salir a la lluvia —mentí.
—En ese caso, empeoró tu estado por mi culpa —dijo triste.
—No, no es tu culpa —afirmé con una suave entonación.
Creí que el tiempo por un momento dejó de pasarnos.
—A mí no me abrazas —dio queja Saúl desde el sillón.
—¡Por qué eres un señor! —Charlotte se alejó del abrazo.
Me quedé con su aroma y la presencia de su esbelto cuerpo en mis brazos.
—¡Me discriminas por ser un viejo! —habló exagerando su vozarrón—. Qué día tan triste.
Saúl tomó el cigarro que había dejado prendido en un cenicero y nos volvió a dar la espalda.
—¿Iras con el doctor? —preguntó tímida Charlotte.
—No. —Negué con la cabeza—. Soló con dormir estaré bien.
—Antes de descansar, ¿no quieres comer algo? —preguntó con un tono alegre y suelto.
—No tengo hambre, comí algo en la oficina. Tal vez cuando despierte, gracias.
Entré a mi habitación y caí rendido en la cama. El gato apareció y se subió a mi lado, dándome calor con su pequeño cuerpo. Miré el techo mientras esperaba que el agotamiento que cargaba hiciera de las suyas. No obstante, no pude dormir, a pesar de tener la sensación de mucho cansancio. Lo atribuí a mi costumbre de estar activo en aquellas horas. Volví al techo, ante mi mirada, se expandía y contraía, mientras las motas de polvo danzaban entre los dedos de luz que pasaban a través del borde de las cortinas. Escuché el latido de mi corazón, había mucha paz en mí. No tenía más la necesidad de salir lejos del pequeño departamento con la guitarra en las manos. Pensé en que era el momento adecuado para dejar de existir, rodeado de aquella paz que me quitaba el sueño y me permitía contemplar lo más simple y minúsculo que la vida podía ofrecerme.
Concentrado en mis pensamientos fatalistas, conseguí un sueño reparador que confundí con la muerte. Al despertarme, lo primero que pasó fue que me sentí vacío y triste. Estaba vivo, sí, y debía continuar con mi vida, la que se había vuelto amena gracias a la presencia de dos personas.
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En mi melancólica soledad con ellos ( Completa y disponible en papel)
Teen Fictionversión y edición 2022 Disponible en papel ¿Qué tiene en común una chica que ve fantasmas con un escritor divorciado? La respuesta es René, un joven solitario que tiene como distracción tocar su guitarra en la calle, en la madrugada. Gracias a su pa...