Broma e imprudente

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Pasaron las semanas, casi un mes. No llegaron más postales de Saúl, me preocupé un poco. Pero algo dentro de mí me decía que él estaba bien y pronto lo vería de nuevo.

Era domingo, había terminado de planchar mis camisas y de recoger los trajes de la tintorería y, como era de costumbre, compré pastelillos en una panadería cercana. Al regresar al departamento, compartí de los postres con Charlotte. Nos derrumbamos en el sillón alargado y nos dispusimos a ver una película que trasmitía la televisión pública.

—Qué reconfortante es esto —soltó, alegre, Charlotte y estiró sus brazos.

Le eché una mirada rápida de reojo. Tenía merengue en la nariz y azúcar en los labios. Me trasmitió su felicidad y hasta el pastelillo me supo más agradable. Me convencí de que, con la compañía correcta, la comida se volvía más rica.

—Hay que hacer esto todos los domingos —sugerí.

—¡Sí! —respondió y esbozó una angelical sonrisa.

La película era aburrida, trataba sobre vaqueros matándose por amor. Charlotte parecía entretenida y emocionada. Supuse que tal vez le gustaban las cosas cursis. La volví a mirar, esta vez de frente y rápidamente. Vestía una bata negra larga donde entraban tres de ella, lucía su cabello recogido en dos coletas y portaba sus anteojos de marco negro, los cuales enmarcaban sus grandes ojos de faro. Abstraída en la película, degustaba lentamente de un pastelillo que llevaba en las manos. De vez en cuando se inclinaba alcanzando la taza de café, tomaba pequeños sorbos y dejaba la taza en la mesita donde se encontraba la laptop de Saúl. Me preocupé un poco, no sabía si la película le iba a alterar el ánimo y terminaría poseída por algún fantasma. Volví la mirada en la pantalla. El vaquero quería rescatar a su amada. Fue secuestrada por otro vaquero, uno malo, el cual deseaba tener a la mala el amor de la dama gritona.

—Es una chica, seguramente le ilusiona por dentro las cosas cursis —pensé en voz alta.

—¿Qué dices? —Charlotte inclinó su cabeza.

—Nada.

—Qué manía la tuya. Murmuras lo que piensas, pero no es claro —comentó, risueña, Charlotte.

—Cosas de la edad, me vuelvo un anciano senil —bromeé.

Dejé el pastelillo de chocolate que comía en la mesita, me recargué en el sillón y parpadeé un par de veces. Me encontraba cómodo, complacido, feliz y, lo más importante, no me sentía solo. Pensé en cuánto tiempo duraría aquellos momentos tan agradables. Mientras me consumía en pensamientos, me quedé dormido.

Fui una pequeña luz en una penumbra donde más luces intentaban resaltar.

—Gracias —dijo en un susurro una amable voz que se delineó de color propio en la penumbra—. Me has dado un lugar en tu mundo y apoyo, no tengo con que pagártelo.

—No agradezcas —respondí adormilado—. Tu presencia me da alma, llena mi vacía vasija. Ya no me siento solo —confesé.

—No entiendo a tus murmullos —dijo y soltó una ligera risita.

Intenté despertar, hablar con Charlotte en un mejor estado. Sin embargo, no podía hacerlo. Perdí el control de mi cuerpo. La penumbra desapareció, pude ver mi entorno estando dormido y paralizado. Charlotte se encontraba parada frente a mí, me contemplaba con una mirada que no pude descifrar del todo. Sus ojos eran llamativos como una luna llena. Me percibí como una polilla atraída a la luz de su mirada. Sin embargo, sus ojos perdieron relevancia a mi ver, ya que ella no se encontraba sola. Siluetas difusas la rodeaban. Por un momento creí que eran parte de su sombra. Todo era muy confuso. Las paredes se ondeaban y luego se quedaban quietas para que la mirada de ella cobrara fuerza en mi visión. En un parpadear, la perdía, para darle protagonismo a las sombras quejosas que rodeaban a Charlotte. Emitían susurros molestos que tomaban forma física de palabras flotantes, retumbaban por sí solas y chocaban con las paredes hasta volverse en polvo. Entonces, entendí. Ella no se sentía sola como yo, sino desesperada. No podía librarse de aquellos seres que la acosaban.

En mi melancólica soledad con ellos ( Completa y disponible en papel)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora