Lo cotidiano de comprar

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Llovía seguido en la ciudad, algo que me hacía desistir de la idea de ser un vagabundo con mi guitarra.

Después del trabajo, pasé el rato en mi pequeño departamento, jugando con el gato. Me di cuenta de que no le había puesto nombre, simplemente le decía «El gato». Tirado en mi sillón, con el animal encima, pensé en un nombre para él. Pero el apodo El gato ya era parte de su ser, así que se lo dejé así.

La hora de la cena estaba cerca, mi estómago rugía. Fui desganado a la pequeña cocina buscando algo qué comer. Sin embargo, no había hecho las compras de la semana, sólo una triste manzana seca me saludó desde el interior del refrigerador. Decidí salir a cenar. Vestí encima de mi ropa un impermeable, tomé un paraguas y me dispuse ir en búsqueda de qué comer.

Terminé en un negocio de comida china algo descuidado, temí porque me saliera una cucaracha en la comida. Mientras ordenaba, se me antojó comer algo casero. Era curioso comer cosas pensando en otras. Cuando terminé la grasosa comida excedida de condimentos, decidí ir al supermercado a comprar la despensa.

Seguía lloviznando en la ciudad. Con el paraguas en mis manos fui al supermercado más cercano. Inmerso en mis pensamientos, cerré el paraguas, entré a la tienda y tomé un carrito. Recordé las cosas que hacía falta en la casa, no me quedaba mucha comida para el gato y también me faltaba pasta dental. Mientras pensaba y echaba cosas al carrito, alguien detrás de mí me saludó con mucha confianza.

—¡Hola!

—Hola —saludé despistado.

—¿Tienes un gato? —preguntó entusiasmada.

—Sí —me giré en mí mismo, era Charlotte.

—Me encantan los gatos, esas cosas peludas que vibran —dio a saber, alegre.

Vestía un largo vestido rosado con estampados de flores, mangas bombachas y cuello redondo. Su cabello estando seco era muy ondulado. Lo que más llamó mi atención fue ver gafas de pasta negra enmarcando sus mieles ojos.

—Son lindos —dije en voz baja.

—¿Y qué harás de cena? —Charlotte se incorporó a mi paso.

—Aún lo pienso, ¿y tú?

Me sentía extraño. Ella tenía mucha confianza en sí misma, me hacía preguntas como si me conociera de toda la vida y a la vez me trasmitía calidez su presencia.

—Creo que haré sopa, cuando llueve la sopa es perfecta —platicó y sonrió con mucha alegría.

—Suena bien, tal vez haga lo mismo.

Charlotte miró el reloj rosado que llevaba en su delgada muñeca, suspiró al ver la hora.

—Debo apresurarme. Hablamos luego, vecino. —Esbozó una amable sonrisa y se alejó.

Vi a Charlotte desde la distancia, como ella tomaba con prisa lo que iba a comprar. Me pareció irreal, como si no cuadrara en el lugar, pensé por un momento que escapó de otra dimensión. Pequeña, solitaria, con una apariencia delicada que el mismo viento pudo haber borrado. Imaginé que ella pertenecía a un castillo y no a la ciudad, donde los humanos con cabeza de pollo vivían.

Continué haciendo las compras de la semana, consumido en un silencio que me hacía sentir el único ser en el supermercado. Un niño pasó corriendo a mi lado, regresándome a la realidad con el ruido que hacía. Llevaba una bolsa de frituras, le insistió a su madre que la comprara. La madre regañó al niño y sentí un poco de envidia por él, por tener una madre que lo cuidara. Eché un ojo a lo que yo llevaba, eran comidas instantáneas, hechas para personas con mucha prisa en la vida para detenerse a comer algo más elaborado. Inspirado por el regaño, decidí comprar ingredientes y cocinarme algo mejor que eso.

Cuando regresé a mi pequeño departamento, el gato me recibió feliz. Me sentí solo a pesar de que me maullaba. Era una soledad que me asqueaba, no la soporté. Al terminar de guardar las compras y dejarle comida al gato, sin importarme la lluvia, salí del departamento con mi guitarra en su estuche. Caminé escudándome en mi paraguas, escuchando el sonido de la lluvia estampándose en este. La noche era aún más oscura cuando la lluvia coexistía con ella. El frío que arrastraba me hacía sentir vivo, y un triste humano cabeza de pollo solitario. Refugiándome debajo de un árbol frondoso, saqué la guitarra de su estuche y me puse a tocar.

—Cuando nos graduemos nos casaremos —dijo un recuerdo en mi cabeza.

Escuché en mis pensamientos la voz de Dafne. Por un desagradable motivo, hizo eco en mi mente la promesa que nunca se cumplió. Paré en seco, recordar eso me quitaba la inspiración.

Escapé para ya no recordar sus mentiras, para librarme del yugo de mi padre, para no ver como eran asquerosamente felices.

Ellos eran felices, ¿y yo? Únicamente sobrevivía. La cruel verdad era que el tiempo pasaba encima de mí y me consumía absorbiéndome en lo monótono del día a día. Dejé de tocar, opté por descansar recargándome en el árbol protector ante la llovizna. Era un buen árbol frondoso, las hojas se sacudían como campanillas al ser tocadas por las gotas, repelían el agua lejos de mi lugar.

Quise recordar cuales eran mis sueños de infancia. En mis recuerdos apareció un triste chiquillo obediente, sin ilusiones, callado, consumido en la tristeza de no ser criado por una amorosa madre. En su lugar, una niñera estricta se encargaba de que no le faltara nada básico al penoso niño.

—¡Entonces, en mi aventura fúnebre, encontré a un triste músico! Irónicamente, ahuyentó los demonios de mi cabeza con el sonido de su guitarra. Toca música melancólica, pero a su vez amorosa. No debió de parar —dijo una voz que salió del otro lado del árbol.

Asustado, pasé de largo de mis pensamientos y busqué el dueño del vozarrón.

—Eh —dije en mi asombro.

—Oh, pensé que eras un vagabundo, eres un angelito. Qué sorpresa tan bonita me trae la vida. —Sonrió el hombre.

Y en esa noche lluviosa, lo conocí a él.  

En mi melancólica soledad con ellos ( Completa y disponible en papel)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora