VEINTICUATRO maratón 1/6

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Rosas amarillas. Significaban amistad, ¿no?

Era la pregunta que Jinyoung estaba formulándose mientras acariciaba con las puntas de los dedos los delicados pétalos de las flores antes de depositar el jarrón sobre el viejo baúl del salón.

Un detalle muy cariñoso eso de enviar flores, aunque cuando llegaron, pensó, esperó, que fueran de parte de otra persona.

Pero el desengaño se evaporó en el mismo instante en que leyó la tarjeta que las acompañaba:

«J... estuviste estupendo sabía que acabarías convenciendo al capitán.
Lee fue la frutilla del postre. Los de FBR están excitadísimos. Felicidades por un trabajo bien hecho. Wang».

Se odiaba, naturalmente, por haber esperado que fuesen de Jaebum.

Se daba cuenta de que lo de odiarse empezaba a convertirse en un trabajo a tiempo completo.

Había llegado el momento de hacer alguna cosa al respecto.

Con un suspiro, se acercó a la hilera de ventanales que dominaban el puente de la Avenida principal.

Bajo el cielo gris de noviembre, el tráfico seguía con su habitual ritmo de para y arranca.

Creyó ver algunos copitos de nieve descendiendo en espiral hacia la concurrida acera.

¿Cuándo caería la primera nevada? ¿Antes del día de Acción de Gracias? ¿Después?

Le encantaba ver caer la nieve, le gustaba aquella delicadeza parecida a la de un bebé cuando cierra los ojos.

Pero en Goyang, la pureza virginal de la nieve nunca se prolongaba por mucho tiempo.

Entre los camiones, el hollín y la gente, se ennegrecía en un abrir y cerrar de ojos.

Se preguntó si había cometido un error tomándose todo el día libre.

Podría haberse limitado a tomarse sólo la mañana para acompañar a Jimin, para que llegase puntual al colegio, y luego ir a la oficina después de comer.

Pero estaba agotado: él y Jimin habían estado hablando hasta muy tarde y después Jinyoung no había podido conciliar el sueño.

A las cinco, cansado de estar en la cama y con la cabeza sin parar de dar vueltas, se había levantado y había preparado unas galletas de limón.

«Cuando me siento raro, cocino», era uno de sus lemas.

Jimin y Jisoo se emocionaron con aquel desayuno sorpresa y, por algún motivo desconocido, preparar las galletas lo hizo sentirse menos culpable por tener que llevar a su hermana otra vez a su casa.

En aquel momento, tenía un pastel de chocolate enfriándose, para ponerle después una cobertura de chocolate blanco, y había comprado todos los ingredientes para preparar una moussaka que comería por la noche con Jisoo.

«Quién sabe, tal vez las crisis son en realidad como una bendición disfrazada».

Al fin y al cabo, si siempre acababan con el metido en la cocina, cortando, mezclando, gratinando y midiendo, ¿hasta qué punto podían ser malas?

Respuesta: eran bastante malas.

No quería ni pensar de nuevo en la cara de Jimin cuando aquella mañana lo había dejado en el colegio, sabiendo que después del entrenamiento de hockey que tenía a última hora, tendría que volver a casa... si es que se le podía denominar «casa».

«¿Por qué no se divorcian y ya está?», le había susurrado Jimin en el auto.

Jinyoung no había sabido qué responderle. Era una pregunta que el se había hecho desde siempre.

Como mínimo, su padre había llamado a última hora de la noche para asegurarse de que el niño estaba bien.

Siempre era su padre, nunca su madre. Siempre era él quien expresaba su arrepentimiento, quien pedía disculpas a los hijos, quien intentaba arreglarlo por ellos.

Su madre, jamás: de hecho, el comportamiento de su madre parecía dar a entender a veces que la guerra entre ella y su marido era de algún modo completamente culpa de los hijos.

Jin había dedicado muchas horas a convencer a su hermanita de lo contrario, de que el horroroso matrimonio de sus padres no era en absoluto culpa de ella, ni mucho menos, que era un problema de sus padres.

No tenía ni idea de si sus palabras habían servido. Simplemente se alegraba de que hubiera estado dispuesto a buscar ayuda en el momento en que la había necesitado, y de que el hubiera podido sacarlo de allí, aunque fuese sólo por una noche.

Y mientras Jimin lloraba en el sofá de la sala, se le habían venido todo tipo de ideas locas: «A lo mejor debería trasladarse aquí a vivir conmigo. A lo mejor podría obtener su custodia».

Pero incluso mientras pensaba en ello, sabía que nunca sucedería. Sus padres jamás permitirían que sucediera.

Mientras tanto, haría todo lo que estuviese en sus manos: querer a su hermana pequeño, estar a su lado siempre que lo necesitara, asegurarle que esa montaña rusa que era su vida en casa no tenía nada que ver con ella.

Y tal vez, lo más importante de todo, podía demostrarle que era posible sobrevivir estando en aquella casa y salir de ello...

Inquieto, entró en la cocina para comprobar si el pastel se había enfriado ya, posando la mano con cuidado sobre él.

No, estaba aún demasiado caliente para el chocolate.

Pensó en la idea de abrir el paquete que utilizaba para rematar sus pasteles y comerlo a cucharadas a modo de comida, pero decidió no hacerlo porque sabía que acabaría sentándole mal, y en las últimas veinticuatro horas ya había tenido demasiadas náuseas.

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