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Pasó un mes desde que me enteré que estaba embarazada. Nada cambió desde entonces.

James ha estado yendo y viniendo todo el tiempo; de San Francisco viajaba a París casi todas las semanas. Yo, mientras tanto, intentaba hacer todo lo posible para que no note todos los cambios que estaba teniendo. Uno, por ejemplo, eran los cambios de humor. Estaban ahí todo el maldito tiempo. A veces sentía que quería tirarle algo en la cabeza a James por ser un idiota, y otras veces simplemente quería treparme sobre él y besarlo hasta en cansancio. Otra cosa fueron las náuseas; déjenme decirles, no se fueron. Pero eliminé de mi dieta todo alimento que causara que me fuera corriendo al baño. James, como era el que cocinaba, lo entendió cuando le dije que después del pescado habían un par de cosas que quería dejar de comer. Él estuvo de acuerdo. Incluso así, a veces corría al baño. Es por eso que aprendí a caminar con un paquete de galletas saladas para todos lados; tener el estomago lleno era de mucha ayuda.

Pero un cambio que no pude ocultar fue que mis pechos crecieron. Mucho. Tanto así que tuve que tirar todos los sostenes que tenía, y comprarme otros nuevos. Y James definitivamente lo notó.

Por supuesto que lo hizo.

Y cuando me preguntó, simplemente le dije que había comenzado a tomar la píldora y que era un cambio hormonal de lo más común. Él no dijo nada, claro que no, después de todo, es hombre. Así que lo dejó estar.

Más allá de todo eso, el bebé lo estaba haciendo genial. En la semana siete del embarazo, escuché su corazón por primera vez y lloré en frente de mi doctora. Me di cuenta que había tomado la decisión correcta y que, no importa que suceda, le iba a dar a ese pequeño humano que estaba creciendo dentro de mi, la mejor vida que pudiera darle. Con o sin su padre.

En la semana nueve, mi doctora, Bailey, me preguntó si yo era la esposa de James Miller, y le tuve que decir que si. Luego agregó que me había visto en la televisión junto a él en un evento de caridad que habíamos tenido. Me prometió que no le contaría a nadie sobre mi embarazo. E hice todo lo posible para confiar en ella, después de todo las probabilidades de que esté en el día del parto eran altas. Y necesitaba confiarle a mi hijo o hija recién nacido.

Ahora, casi entrando a mi duodécima semana, me siento muchísimo mejor. Las nauseas se han ido, lo que causó que aumentara un poco de peso y, ¡adivinen qué! Tengo un pequeño estomago. Está bien, apenas si se nota; cualquiera pensaría que es porque no he dejado de tener antojos desde que comencé mi décima semana, pero como sé la verdadera razón, lo puedo notar. Y mi mejor amiga, a quien le envié una foto esta mañana de mi estómago cuando recién me levanté, también lo pudo notar. ¿Ben? Bueno, él me llama todos los días para saber cómo estoy, como está su "hermoso sobrino" (team boy), y para saber si ya se lo he dicho a James. La respuesta siempre es no. Aunque Ben ya lo sabe, porque volvió a juntarse con él todos los miércoles para ver el partido.

—Oye, ¿lo hiciste tú?—salgo de mis pensamientos cuando veo a Hardin entrar en mi oficina, mirando la galleta con chispas de chocolate que tiene en la mano. Entonces le da un mordisco y murmura algo con la boca llena que me hace reír.

—Si.—asiento con la cabeza. ¿No les conté? Ahora horneo. Bueno, eso intento. Si no, ¿quién haría los pasteles de cumpleaños?

—Demonios, Claire, están deliciosas. ¿Desde cuándo cocinas?—camina hacia mi y se sienta en la silla frente al escritorio.

—Hace unas semanas.—lo observo.—Se las di a Lilly, de todos modos.—Él simplemente me guiña el ojo, por lo que me río.—¿Sabes si Diana volvió a llamar?

Hardin mira la galleta antes de observarme.—Mi cumpleaños se acerca, ¿crees que puedes regalarme más?

Ruedo los ojos, con una sonrisa en mi rostro.—Detente. Y tu cumpleaños es en noviembre.

Hasta que el contrato nos separe. ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora