VI

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Ya de madrugada, el anciano se puso su gabardina y salió a caminar. Lo hacía encorvado, con dificultad, demasiado orgulloso de usar su bastón. Finalmente la lluvia había cesado. Las calles estaban encharcadas. La falta de un buen drenaje era uno de los tantos problemas de Ciudad Morgue, aunque no el principal. La delincuencia ocupaba un lugar de honor, comprensible tomando en cuenta las desigualdades de la sociedad morgueniana. Los ricos, cada vez más ricos gracias a los aciertos macroeconómicos, y los pobres... pero a las familias no le importaban los pobres. Las familias habían ayudado a SeHun a obtener el poder, derrocando al sucio comunista de Wu*, quien pretendía convertir a Morguenia en un "verdadero estado democrático". Wu prometía libertad de expresión, régimen de igualdad social para blancos y negros, educación pública, libre y gratuita en todos los niveles. ¡Incluso proclamaba la libertad de las mujeres para disponer del fruto de sus vientres! Por esas y otras aberraciones, Wu fue asesinado por la gente de SeHun, y desde hacía seis años, el general gobernaba para las familias y sus buenas conciencias.

Los zapatos de charol del anciano se sumergían en los charcos. En un par de horas saldría el sol. Las calles estaban desiertas, no solo por la hora, sino por el consabido toque de queda para negros y pobres. Como el anciano no pertenecía a ninguno de esos grupos, podía pasear tranquilo, o casi.

Aquella zona pertenecía a la cada vez más escasa clase media. Cada zona tenía un olor característico. La de clase alta olía a Chanel, escapes de motocicletas y platillos de alta cocina. La clase media olía a sopa de pollo. Y la clase baja, a coladera, sudor y pescado podrido. El anciano evitaba caminar por esta última zona.

Sólo un par de arbotantes funcionaban en la calle. Grises edificios de apartamentos de interés social se alzaban como gigantes en la decadencia. A veces, por alguna de las ventanas, de escapaba el ladrido de un perro o el chillido de un bebé. El silbato ocasional de un barco pesquero, allá por la bahía, parecía traspasar la neblina.

La humedad hacia dolorosas las articulaciones del anciano. A esa edad resultaba imprudente pasear como él lo hacía. Cabía la posibilidad de resbalar. Las aceras siempre estaban sucias de aceites frutas podridas. Una caída, y adiós cadera. Qué difícil ser viejos, y qué frustrante. ¿Cuánto tiempo más duraría aquel invierno en su cuerpo? El anciano respiraba agitado. Sería mejor regresar.

Dobló la esquina para tomar la calle paralela. Un par de jóvenes lo interceptaron. No eran ladrones, sino algo peor: vigilantes.

-¡Carnet de identificación! -exigió uno de ellos con prepotencia.

El anciano entornó los ojos para verlos bien. Sí, eran vigilantes, altos, corpulentos, de cabello rubio. Formaban parte de un grupo selecto elegido por el jefe de policía. Los vigilantes provenían de las familias. Además de su condición social y racial, tenían que demostrar una alta calidad de valores y condición física. Los vigilantes se encargaban de hacer respetar el toque de queda y estaban autorizados a emprender las acciones necesarias para tal efecto.

Uno de los vigilantes se llevó una mano a la funda de su revólver. Los jóvenes vestían el uniforme azul marino reglamentario, y portaban la Cruz de San Simón que los identificaba como cuerpo policiaco de élite.

-¡Carnet de identificación! -insistió.

-Yo... -dijo titubeante el anciano- lo olvidé en casa. Sólo salí a pasear...

-¡Cállate viejo estúpido!

-Tranquilo -recriminó el otro-. ¿Qué tal si es el abuelo de alguna familia?

-No -respondió viendo al anciano con desprecio-. Ya me acordé de éste. Vive solo en la casona de avenida Sirena. La gente empieza a hablar de él. Para mí que es un comunista satánico.

Park ChanYeolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora