«Capítulo 2»

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A la mañana siguiente, Jeonghan salió al porche con una humeante taza de café. Las tablas de madera crujieron bajo sus pies descalzos, y se apoyó en la barandilla alzando su taza, saboreando el aroma mientras tomaba un sorbo.

Le gustaba Yeosodo. Era diferente a Seúl, a Busan o a Daegu, con sus sempiternos ruidos de tráfico y sus mil y un olores, y la gente siempre ajetreada; además, era la primera vez en su vida que disponía de un espacio para él, solo para él. La casita no era gran cosa, pero era su nido y estaba en un lugar apartado. Con eso le bastaba.

Formaba parte de dos estructuras idénticas, dos cabañas con las paredes hechas con tablas de madera, ubicadas al final de un sendero de gravilla. Antes habían servido como refugios de caza y quedaban arropadas por un soto de robles y pinos en los confines de un bosque se extendía hasta la costa. El comedor y la cocina eran pequeños, la habitación no tenía armarios; pero la casita estaba amueblada, incluyendo un par de mecedoras en el porche.

Por otro lado, el alquiler era barato. No es que el lugar fuera decadente, pero todo estaba lleno de polvo a causa de los años que había estado en desuso, y el señor le había ofrecido comprar los utensilios que necesitara si pensaba quedarse mucho tiempo.

Desde que se había instalado, se había pasado gran parte de su tiempo libre a cuatro patas o encaramado en una silla, fregando y limpiando sin parar. Había fregado todo el cuarto de baño a conciencia hasta dejarlo reluciente; había repasado el techo con un paño húmedo. Había abrillantado los cristales con vinagre, y se había pasado un montón de horas sobre sus manos y rodillas, intentando por todos los medios eliminar el óxido y la roña del linóleo que revestía el suelo de la cocina. Había tapado grietas en las paredes con masilla, y luego las había lijado hasta dejarlas completamente lisas. Pintó las paredes de la cocina en un color amarillo chillón, y había barnizado los armarios con esmalte blanco satinado. Su habitación era ahora azul cielo con blanco, el comedor era beige y la semana previa había colocado una funda en el sofá, por lo que ahora ofrecía un aspecto prácticamente nuevo.

Después de tanto esfuerzo, y con casi todo el trabajo hecho, a Jeonghan le gustaba sentarse en el porche por la tarde y leer libros que sacaba de la biblioteca. Aparte del café, la lectura era su único vicio. No tenía televisor, ni radio, ni teléfono móvil, ni microondas, ni tampoco automóvil, y todas sus pertenencias cabían en una sola maleta.

Tenía veinticinco años y era pelinegro. Había llegado a Yeosodo casi sin nada, y unos meses después, seguía casi sin nada. Ahorraba la mitad de sus propinas y cada noche guardaba el dinero doblado en una lata de café que mantenía oculta en una hendidura debajo de una de las tablas del porche. Reservaba ese dinero por si surgía un imprevisto o una emergencia, y estaba dispuesto a pasar hambre antes que tocar sus ahorros.

El simple hecho de saber que contaba con ese dinero lo aliviaba, porque el pasado siempre venía a acosarlo y podía trocarse en realidad en cualquier momento. Un desquiciado estaba registrando el mundo en su busca, y Jeonghan sabía que cada día que pasaba crecía más la furia de ansiedad y desesperación de aquel individuo.

—¡Buenos días! —lo saludó una voz, sacándolo de su ensimismamiento—. Tú debes de ser Minki.

Jeonghan se volvió. En el porche ajado de su casa vio que una persona despeinada lo saludaba. Era una chica joven y llevaba unos pantalones vaqueros con una blusa cuyas mangas estaban arremangadas. Sobre los cabellos de su cabeza descansaban unas gafas de sol. Sostenía una pequeña alfombra y parecía debatirse entre si sacudirla en la barandilla o no, hasta que al final la lanzó con desgana a un lado y se encaminó hacia la casita de Jeonghan. Se movía con la energía y la agilidad de alguien que practica deporte a diario.

My Haven ➳ JeongcheolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora