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Frank recorrió todos los espacios de mi habitación, movió cada libro de los estantes, jugó con cada figura que tenía de Star Wars, bostezó cerca de las tres de la madrugada, se recostó contra mi y abrazó a mi almohada.Lo miré respirar suave y delicado y sentí demasiada paz, me sentí adormecido en menos de lo que había esperado. La verdad era que no podía dormir, simplemente me recosté frente a él, miré cada detalle de su rostro, podía hacerlo ya que la habitación no estaba a oscuras, a él le daba miedo la oscuridad.
Escuché los ruidos en la habitación de al lado y cerré fuertemente los ojos, intenté concentrarme, intenté contar ovejas en mi cabeza y tranquilizar mi respiración al compás del un, dos, tres. Pero no podía.
Me levanté y caminé hasta el alféizar de la ventana, la abrí un poco, solamente para que el aire nocturno entrara por la habitación y se llevara el calor incómodo de adentro, luego di unos pasos hasta estar cerca de mi cómoda, en el cajón de mi ropa interior estaba aquella cajetilla que había comprado hace más de dos semanas, junto al encendedor de plata que solamente chispeaba, era de Donald.
Mordí con fuerza mi labio inferior al tomar la cajetilla, saqué un cigarro solamente y tambien tomé el encendedor, caminé nuevamente hasta estar cerca de la ventana y abrirla un poco más, llevé el tubito a mis labios y lo encendí, haciendo una pequeña casita con una de mis manos para que la chispa del encendedor no muriera al instante. Cerré los ojos, los abrí, los ruidos en la habitación continua seguían, abrí un poco más la ventana y me senté de costado en ella, apoyé mi espalda contra el lado izquierdo del marco y miré hacia el bosque.
El humo dibujaba extrañas formas contra el viento que soplaba, yo ni siquiera sabía fumar, solamente chupaba el filtro y soltaba el humo casi al instante. Ni siquiera dejaba que este entrara a mis pulmones para fumar correctamente, no sabía por qué lo hacía.
Yo era un tonto.
Quizá era porque alguna vez escuché a un chico de último año decir que si fumabas, enflaquecerías. Sonreí ante la estupidez que mi mente había arrojado, no era como si poner un cigarro en mis labios hiciera que de la nada tuviera un físico envidiable.
Me pregunté si estar gordo se debía a que ya no salía a jugar fútbol con Donald como lo hacíamos cada fin de semana, cuando tenía trece. Antes de que él decidiera irse así sin más.
Era curioso que siempre me repitiera a mi mismo que Donald solamente se fue, como si algo en mi interior todavía lo esperara. Pero él no volvería, porque estaba muerto. Se había suicidado, depresión, problemas económicos, la vida de un adulto que no era feliz y aparentaba.
Al parecer todos en esta familia lo hacemos.
Y en algún momento fue demasiado difícil para él poder mantener una sonrisa al decir buenos días, y besar mi frente al decir buenas noches.
Me estremecí ante la brisa nocturna y dejé que el cigarro se consumiera por sí sólo, los ruidos en la habitación ajena habían cesado y ahora podía escuchar como alguien cerraba la puerta de entrada y se subía a un auto, para marcharse.
Así eran todas las citas de Donna.
Me pregunté si algún día encontraría al indicado, o si el indicado yace en un cementerio ahora.
Miré hacia la cama, donde dormía mi invento. Tal vez yo estaba perdiendo la cabeza, tal vez era demasiado sombrío crear a alguien de ese modo. Tal vez me sentía demasiado sólo como para poder afrontarlo.
Tal vez tambien me había cansado de aparentar que estaba bien estando sólo y por esa razón, mi cerebro había imaginado a Frank de la forma en la que lo hizo. Tan vivaz.
Tan perfecto y escurridizo. Tan extraño y a la vez cautivante.
Y tal vez, yo no quería dejarlo ir. No me importaba por el momento todos los problemas que podía causarme, no me importaba si algun día Donna me encontraba hablándole a las paredes y decidiera por fin mandarme muy lejos de aquí.
¿Por qué debería de importarme si a nadie más le importa?
¿A caso alguien grita si no hay nadie escuchando?
Arrastré mis pies contra el piso y lancé la colilla a algún lado, mi cuerpo se sentía enorme para mis pobres pies. Sentía que mis ojos estaban demasiado hundidos en mi rostro. Que mis muslos se molían uno contra el otro, y que en algún momento, la piel a mis costados se haría trizas.
No quise seguir teniendo esa imagen de mi cuerpo, la odiaba, siempre aparecía, cuando tenía tales pensamientos aleatorios. Pensamientos que no estaban conectados entre sí. Pero no me gustaban.
Los odiaba. Me daban miedo.
Como cuando tenía quince y Donna había traído a la casa al mejor amigo de mi padre, y a eso de las tres de la madrugada, mientras ellos tenían sexo, la idea de irrumpir en su habitación y asesinarlos había hecho estragos en mis pensamientos.
Nunca se lo había mencionado a nadie. Ni siquiera al consejero escolar.
Me recosté de espaldas contra la cama, apoyando uno de mis brazos contra mi frente, observando hacia el cielorraso, sintiendo la cálida y reconfortante respiración de Frank cerca de mi.
“Hereditario.”
Murmuré.
“Donald también lo tenía.”