I. A la deriva

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I

A la deriva

Estoy desesperada, giro mi cabeza de lado a lado buscando que nadie me vea, mientras mis piesitos zapatean, en la sala de espera, al ritmo de alguna canción que haya escuchado en la mañana. Los nervios no me dejan pensar en nada más que en el reloj, la hora: 3:45pm, en unos minutos deben de alertar la llegada de la próxima línea.

Me seco el sudor de las manos en los costados del jean, no quiero arrugar el boleto más de lo que ya está. En mi mente solo se repite una palabra: Huir, huir ¡Huir!

¡Llegó! Tarde, pero llegó. Voy corriendo hasta la puerta de embarque. Ahora toca hacer la cola -¡Dios! Que interminable parece esta agonía- digo en mi mente, pues no sé de dónde salió tanta gente, ni mucho menos cómo harán para entrar todas en un solo bus.

La fila va avanzando, y con ella, mi nerviosismo va creciendo, ya solo faltan tres personas para que me dejen pasar al bus. Solo una señora está revisando los equipajes y los boletos, es por ello la demora con cada pasajero. Y todos parecen apurados aquí.

Llega mi turno al fin. La señora, cansada de tanto trabajo, me pide una de mis maletas, la abre de una manera nada delicada, rebusca entre mis ropas como buscando no sé qué, abre todos los cierres de mi maleta y voltea a mirarme de pies a cabeza.

-¿Primera vez que viajas, linda?- me pregunta con un intento de voz gentil, a la que respondo tímidamente con un movimiento afirmativo de cabeza. A lo que ella inmediatamente me mira raro y pregunta, ahora con un tono serio -¿Y dónde están tus padres? Con lo cual me quedo petrificada.

¡Mierda! Mierda y más mierda. Cómo explicarle que no hay padres que vengan conmigo. Que estoy huyendo de casa, o de lo que se supone que se llama casa. Que mi madre, que Cristo tenga en su gloria, está muerta. Que mi padre, por su machismo enfermo y destructivo, la mató a sangre fría. Que no tengo tíos ni nadie que me defienda y que he cogido mis ahorros de toda la vida y estoy viajando lejos de todo eso, que estoy viajando a la deriva.

Estoy sudando frío, mis manos están temblando y el sonido de mis latidos retumbaba en mis oídos, dudo mucho que pueda articular alguna palabra, mis ojos se empiezan a humedecer, no sé qué hacer ahora. Agarro fuerzas y tartamudeando le digo que ellos están al fondo de la fila y ya vendrán. Esto parece no convencer a la señora de seguridad, la cual acuerda en que esperemos hasta que ellos vengan.

Pasando así unos minutos en los que ella vuelve a revisar mis maletas, hasta que un señor gordo, vestido de granjero, empieza a gritar y reclamar, con su grave voz y un particular dejo norteño que no he heredado de mis padres. Su molestia es causada por la larga demora en la fila, eso y quizás la acalorada discusión que tuvo con la que parece ser su esposa, minutos atrás.

A todo esto, lo que me faltaba, más tensión en este desesperante momento. La portera del bus no deja de mirarme de frente, mientras que yo le esquivo la vista hasta que, por el pánico y el terror que sentía en ese momento, una lágrima termina deslizándose por mi pómulo izquierdo.

Todo parece indicar que cuando ella me vio así, al borde de las lágrimas, entendió todo lo que me estaba ocurriendo. Asintió con la cabeza, me pidió mi boleto, tras revisarlo por unos segundos, desglosó uno de los extremos, me lo devolvió y mirándome fijamente me dijo que me cuidara mucho ya que la ciudad puede ser muy peligrosa.

Le dije gracias, muchas gracias. En verdad no sé qué hubiera hecho si la señora portera hubiera decidido no dejarme pasar hasta que no lleguen supuestamente mis padres. No perdí más tiempo, cogí mis pertenencias y subí al bus lo más rápido que pude, hasta casi me tropiezo con el primer escalón que tenía al frente.

Miraba a todos lados, de izquierda a derecha buscando dónde era mi sitio, el cual termina siendo junto al de una señora morena de unos 60 años que tenía un gatito entre manos. El asiento es angosto, se que eso será incómodo en este largo viaje, pero al menos es junto a la ventana. Coloco mis maletas en la rendija que está arriba de los asientos con cierta dificultad. Está demás decir que casi se me cae una en la cabeza. Después, le pido permiso a la señora e intento acomodarme como pueda, recostandome en el respaldar, me pongo mis audífonos e intento descansar después de todo lo que he tenido que pasar para llegar aquí, pero el viaje hacia un mundo nuevo y desconocido está recién apunto de comenzar.

Derecho de piso: Diario de una sumisa [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora