XVIII. El Ocaso

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XVIII

El Ocaso

Seamos honestas, la idea de reunirnos en la casa de Adriana no fue una iniciativa voluntaria ni nada parecido, diría yo que fue una necesidad autoimpuesta.

Siendo una ratita de biblioteca como yo, es lógico entender que no he sido de las más rebeldes del colegio, ni en el barrio y mucho menos en la casa; por lo cual, la semana anterior he vivido una de las mayores travesuras que me han ocurrido.

Era sábado, como es de esperarse, la biblioteca estaba casi vacía desde temprano, solo estábamos los cinco y un par de mesas más a unos metros de distancia.

La conversación comenzó sigilosamente, con voz baja, cómo es lo propio en una sala de estudio, pero, conforme cada uno defendía de forma caprichosa su punto de vista, sumado a los cómicos comentarios fuera de lugar de Samuel, desencadenaron en la versión bufonesca de una discusión sobre el pensamiento humano interpretada por alumnos del primer ciclo de psicología. Y, cómo es básico e indispensable en todo diálogo alturado, no podía faltar la guerra de papelitos.

La encarnizada batalla duró unos minutos hasta que cayó la primera víctima. Rolando, quien casi se tragó una pelotita de papel que Adriana le había lanzado. Samuel fue el primero en reaccionar, seguido por Raúl y yo, que me quedé viéndolo como se atoraba. Mientras tanto, la agresora en cuestión, al ver las consecuencias de su certero ataque, no hizo más que soltar una sonora carcajada, que estoy más que segura, que se escuchó hasta las afueras de la misma biblioteca.

Mientras asistíamos al soldado herido, se acercó a nuestra mesa la recepcionista del lugar. Su rostro serio y su ceño fruncido nos hicieron dar cuenta de la falta que estábamos cometiendo. Ella no hizo más que ordenar que guardemos silencio y que nos retiremos del recinto, lo cual terminamos haciendo por vergüenza.

La victimaria, al reconocer su culpa, no le quedó de otra más que ofrecer su casa para estudiar, lo cual, ahora que nos ponemos a pensar, termina siendo una mejor opción. Solo es necesario sacar un libro cada uno con su carnet de biblioteca y los leemos en la sala de ella, de lo más cómodos.

Una de las mayores ventajas, a mi parecer, es que, al ya no estar en un ambiente público, sino, uno privado, permite que nos abrimos mucho más. Hablamos de la forma de pensar la sociedad, no solo como lo describe el autor de uno u otro libro, además de ello, está la vivencia de cada uno, lo que ha pasado, ha visto y hasta incluso lo que ha sufrido.

No es tan fácil hablar de autoestima ante Adriana, quien ha recibido innumerables burlas por el sobrepeso que tenía en el colegio. De identidad personal frente a Samuel, que no hacía más que obedecer órdenes de sus padres toda su vida y sin derecho a quejarse; al límite que, si hubiera sacado medio punto más en el examen de admisión, hubiera alcanzado cupo y estaría estudiando una carrera que no quiere por obligación de ellos. Como tener el tacto para hablarle a un melancólico Rolando sobre micro machismos y masculinidad frágil, cuando sus padres y tíos no le han dejado de repetir, toda su vida, ideas como que tener miedo o llorar no son "Cosas de hombres". Quién podría atreverse a mencionar la palabra "empatía" frente a Raúl, quien ha sido molido a golpes en el colegio, en su barrio y hasta por desconocidos en la calle tan solo por su orientación sexual.

Al ver los ojos de cada uno de ellos mientras nos contaban sus historias, entendí que, si bien cada uno tiene sus propios problemas con los que lidiar; con frecuencia es bueno mirar a los costados, quizás encuentres a alguien que también necesita de apoyo, tanto o más que tú. Quizás, una frase de aliento no sea mucho, pero créanme, incluso podría salvarle la vida a alguien al borde del suicidio.

-¿Qué hace Drácula con un tractor? ... Sembrar el terror- Este es, quizás, el chiste más estúpido que he escuchado en mucho tiempo, pero, cuando Samuel lo contó, la tristeza de mi ojos desapareció de una carcajada. No sé si lo hizo con esa intención, pero fue en el momento preciso.

Aunque, si hablamos de chistes tontos y malos, nadie como Raúl; ni idea de dónde saca tantas ridiculeces. Adriana finge una sonrisa por pena, cuando los cuenta, aunque parece que a Rolando si les causan gracia.

La reunión de hoy sábado es casi por pura diversión. Lo que faltaba del trabajo lo terminamos en menos de una hora, después de eso, conversamos de nuestros libros favoritos, jugamos cartas (donde creo que soy realmente mala), nos hicimos algunas bromas y terminamos viendo una película de suspenso. Rolando, Adriana y Raúl comían de una fuente grande de palomitas de maíz, mientras que Samuel y yo comíamos unas papas fritas de un platito pequeño que estaba sobre el regazo de él. Todos súper concentrados, sin despegar los ojos de la pantalla.

En eso, siento algo moverse en el pantalón, era mi celular, ha llegado un mensaje del amo.

El mensaje dice que acaba de llegar y ya quiere que salga. Me levanto, recojo mis cosas, me despido de los chicos y voy rápido a su encuentro.

Voy corriendo directo al auto, lo veo desde afuera de la ventana, su seriedad de su rostro me devuelve la preocupación con la que me dormí la noche anterior.

-¿Cómo estás amo?- le pregunto tras subirme al vehículo con una sonrisa algo forzada.

-Iremos a la playa, tenemos que conversar- me responde, me asusta un poco el no saber de qué trata todo esto.

Este sentimiento fue aumentando hasta que llegamos al lugar, se estaciona el carro con una atmósfera de silencio incómodo. Sólo cierro los ojos, paso la saliva y me preparo para lo que sea que vaya a venir.

-¡Lo he logrado! ¡Mierda, que lo he logrado!- Reacciono moviendo mi torso ligeramente hacia atrás. No entiendo nada de lo que acaba de decir.

-¡Se va a joder ese hijo de las mil putas!- Denoto cierto orgullo y satisfacción en su expresión.

Ahora, más confundida que asustada, me dispongo a preguntarle por lo que acaba de mencionar, pero, cuando apenas abro la boca para consultarle, me interrumpe diciendo:

-Se reabre la investigación de la muerte de tu madre y se llevará a juicio a tu padre por ser el principal sospechoso- Me he quedado petrificada de la impresión, con la boca abierta, sin saber que decir, llena de sentimientos encontrados y corazón palpitando como si estuviera a punto de explotar.

Me siento totalmente abrumada por la noticia, ahora todas las reuniones ocultas, llamadas extrañas y el distanciamiento de las últimas semanas cobran sentido. ¿Acaso cabe la esperanza de que se logre hacer justicia al fin?

Me quiebro entre llanto y lágrimas, no hago más que lanzarme hacia su pecho para abrazarlo fuertemente.

-Gracias- Susurro con los ojos cerrados sin más que decir.

Pasan no más de quince segundos y siento su mano derecha rozando mi pecho en dirección a mi cara. Sostiene el borde de mi rostro como si fuese a acariciarlo y lo alza para llevar mi mirada directo a sus ojos.

-Desde hoy, vivirás conmigo en el departamento. Hemos pasado muchos días distanciados- Abro ligeramente la boca por el asombro, no sé qué pensar, la idea suena genial, aunque no estoy muy segura.

-Yo... - intento articular algún tipo de respuesta apropiada, pero él me interrumpe inmediatamente.

-Es una orden, no una pregunta- Terminada esta oración, se asoma en su rostro una ligera sonrisa, la cual es correspondida por una más pronunciada en la mía.

La alegría me invade, salto a besarlo apasionadamente, siento su derecha deslizándose por mi cuerpo hasta llegar a acariciar mi trasero.

Empiezo a dejarme llevar, lentamente mis labios descienden hacia su cuello, sin embargo, al acomodarme para trabajar mejor esa zona, termino perdiendo el equilibrio y apoyando mi mano en el claxon. El ruido nos obliga a volver a nuestros asientos antes de que llegue algún oficial de seguridad.

Esta anécdota me hace reír por un rato hasta que me quedo viendo el atardecer; podría pasar horas apreciando el ocaso, pero, el amo me dice que ya es tiempo de irnos.

¿Quién lo diría? Nunca he estado tan emocionada como en este día.

Derecho de piso: Diario de una sumisa [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora