Capítulo 52 - Sentimientos

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Canción en multimedia: Don't Give Up On Me (Andy Grammar)

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Capítulo cincuenta y dos: Sentimientos

Sábado, 22 de diciembre

Danielle Ilsen:

No sé cómo he llegado a casa.

He dado tantas vueltas con el coche pensando que podían seguirme, he ido sin luces tanto tramo por miedo a que me vieran y he mirado tanto por los retrovisores que he apenas sabía lo que había delante de mí. Así que no, no sé cómo he llegado a casa, ni siquiera sé cómo he sido capaz de subir las escaleras con todo el dolor que sentía por todo el cuerpo. Al entrar en casa no me quedaba rastro de adrenalina, no me quedaba energía, sólo la suficiente para llegar a mi habitación y, luego, nada.

Luego todo lo que me ha quedado es ese llanto y ese miedo que he tenido que controlar frente a mi hermano porque era mi deber cuidar de él, es mi responsabilidad, pero eso no quita que sea capaz. Me asusto como él, tengo miedo como él, no estoy ni de lejos capacitada, no soy así de fuerte, y eso he tenido que callármelo mientras estábamos juntos. Ahora esa quemazón en mi pecho sale con un doloroso llanto donde mi cuerpo parece querer deshacerse de esa garra que presiona mis pulmones, que raspa, con sus uñas, todo mi ser.

Es tal el dolor, físico y mental, que llego a cerrar una mano contra mi pecho como si pudiera pararlo, agarrarlo, sacar de ahí esa presión. Siento que estoy haciendo presión como lo hago cada vez que me duele la muñeca por un mal movimiento, la diferencia es que esto no se va.

Poco a poco, me vuelvo más consciente de mi estado y todo empeora al ver las marcas que la sangre, todavía algo húmeda, que había en mis guantes ahora ha dejado manchas suaves contra mi pecho. Mi primer instinto es fritar para quitarlo sin darme cuenta de que era por los guantes, eso sólo lo empeora. Ahora, sagre que no es mía ha llegado a mi piel y no poder borrarla me hace querer gritar. Me echo hacia atrás como si eso fuera a poner distancia entre esa sangre y yo.

¿De quién sería? ¿De alguno de los hombres y mujeres cuyos cuerpos encontré en esa sala? ¿O de la niña que, todavía con los ojos abiertos, rogaba, incluso una vez muerta, que no la dejaran en esa camilla?

Esos demonios me consumen y me quito prenda tras prenda con brusquedad. No quiero que me toque, no quiero que esté ahí, que exista. La siento por todas partes; en mis brazos, en mis manos, incluso en mi rostro y pelo. Puedo verla, en mi cabeza, aferrándose a mi piel, contaminándome. Necesito quitármela, necesito borrarla.

Tropezando, me meto en la ducha y, en cuanto alcanzo la esponja, la lleno del jabón con olor más fuerte que tengo y empiezo a frotar. Froto hasta que mi piel se enrojece y cada roce me devuelve más dolor. Incluso entonces, no es suficiente, así que me echo exfoliante corporal para sacar esa suciedad. Hago fuerza, duele más, y en mi cabeza sigo viéndolo, así que vuelvo a frotar con la esponja. Una capa de agua para quitar el jabón y más intentos de borrarlo.

Compañeros de delitosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora