2. Monsieur Gilliard

607 50 28
                                    

—¿Perdone? —fur lo único que pudo salir de mi garganta cuando el señor dijo la fecha en la que supuestamente nos encontrábamos.

Se apoyó en el mostrador frente a mi; se quitó el sombrero de copa y lo dejó en la mesa. Antes de volver a pronunciar algún sonido, se acercó a la puerta y giró el cartel, quedando el letrero de «abierto» hacía dentro de la estancia. Entonces, volvió a su posición.

— No tienes que temerme, lo juro. Sé que es difícil de creer, y que piensas que estoy loco, pero puedes comprobarlo por ti misma. — señaló a la ventana que daba hacia la calle, que estaba cubierta por unas cortinas verdes esmeralda que dejaban pasar la luz de manera tenue.

Algo compungida, me levanté mirando al señor de reojo, y con el corazón en la boca del estómago, retiré un poco la cortina. Podía ver claramente hombres que vestían de una forma muy similar al dueño de la tienda, mujeres con vestidos largos y de mangas inmensas, peinados extravagantes y bonnets en la cabeza. También vi un carruaje tirado por caballos, y lo que parecía un oficial sobre un caballo, patrullando las calles.

Cerré la cortina rápido; la cabeza me dolía de repente, y me sentí mareada. Busqué a tientas el taburete para volver a sentarme, y lo logré con ayuda del hombre que todavía no desvelaba su identidad.

—Hacía ya casi diez años que nadie venía por esa puerta —comentó cuando ya estaba sentada —creía que nadie más lo haría, pero aquí estás.

—Tiene que estar —dije, más bien a mi misma —la puerta. Tiene que estar.

Me abalancé dentro del almacén, y toqué toda la pared, en busca de la puerta. Fue en vano; ya no estaba, era como si nunca hubiera estado ahí en ningún momento. Me deslicé por la pared hasta que acabé en el suelo sentada. Estaba llorando en silencio.

Saqué el teléfono, que por supuesto no tenía cobertura. Aun así, envié mil mensajes y llamé a mi madre unas doce veces, cuando se acabó la batería. Enfadada, lo lance contra la pared de enfrente. El hombre se acercó a mi, y me tendió la mano. Se la tomé.

— Esto tiene que ser una pesadilla.

—Ojalá lo fuera. Me llamo Michael, por cierto. Michael Benet.

—Elizabeth Maldonado Boleyn. —le estreché la mano

—¿Boleyn? ¿Cómo Anne Boleyn no? —asentí. —que curioso. Eres de la misma familia o...?

—Si, o al menos eso dicen mis abuelos.

Lo cierto es que si pertenecía o no a la misma familia que Anne Boleyn era algo discutible; no venía ni de Anne ni de Mary, de George tampoco, porque no tuvo hijos, aunque no se conocían hijos del hermano pequeño del padre de los Boleyn, Thomas, quizá corrió por ahí algún bastardo y se quedó con el apellido... A mi, según mi madre, casi me pusieron Anne, un poco por hacer la gracia; pero el nombre no tenía un pasado muy agradable. Anne Boleyn fue la segunda esposa de Enrique VIII de Inglaterra, y fue decapitada por orden de su marido. Así que en lugar de llamarme Anne, me pusieron Elizabeth, que fue su hija y una de las reinas más queridas en toda la historia de Inglaterra.

— Bueno, se de alguien que te ayudará a establecerte aquí, y acostumbrarte —Michael cogió de nuevo su sombrero, y unas llaves.

— No quiero que me ayuden a acostumbrarme; quiero irme a mi casa, por favor.

— Ostras y yo. Pero es imposible; si la puerta aparece, es para que entre alguien, no para que salga—me puso su abrigo grande por encima, y me llegaba hasta los tobillos casi. —Menos mal que llevas botas; cuando yo llegué llevaba unas Nike, imagínate... —sacó de detrás del mostrador un saco de tela bastante grande —mete aquí tu mochila.

MADEMOISELLE ELIZABETH || Les Miserables Donde viven las historias. Descúbrelo ahora