9. Goya

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El calendario marcaba quince de septiembre; ya habían pasado seis meses y dos días desde que crucé esa puerta del demonio.

Hasta hacía poco había tomado el hábito de ir todos los días a la tienda de Michael, asomarme al almacén y esperar ver la puerta. Por supuesto, sigo aquí, por lo que no ha aparecido otra vez. Michael me había prohibido la entrada, porque me estaba creando yo misma un problema; cada vez que veía que no estaba, me deprimía, recordaba todo lo que estaría haciendo si estuviera en casa, todo lo que habría hecho en verano, todo el día en la playa con mis amigas al sol. Sin embargo estaba dos siglos atrás, con trescientas capas de ropa y en una ciudad que olía a cerdo.

Hoy sería el primer día de instituto. En específico, mi último primer día de instituto. Debería estar en mi último año, nerviosa por acabar y empezar una nueva vida. Recordé todos los planes que hice con mis amigas, todo lo que había imaginado que haría ese año, y mis promesas de aprovechar al máximo el curso. ¿Cómo estarían viviendo ese primer día mis compañeros? ¿Se acordarían de mi? ¿Estarían tristes?

Estuve más desanimada de lo normal ese día, y mi círculo social lo notó; Jacques me dijo que después podría llevarme a donde yo quisiera para animarme, pero me negué; las doncellas de la casa, que solían ser muy amigables conmigo y yo con ellas, se ofrecieron a traerme algunos dulces, pero tampoco estaba de humor; y la cocinera hizo pollo de la forma que me gusta (eso si me lo comí con ganas).

Más tarde fui al Café Musain; tan mala suerte tuve que justamente ese día había reunión. La situación con Les Amis era lo más destacable de mi día siempre que los veía. Todos eran muy simpáticos conmigo, y aunque algunos hombres se hicieron reacios a la idea de que yo estuviera allí, terminaron por aguantarse. Se unieron al grupo Feuilly, que hacía abanicos y aprendió a leer él solo, y el poeta, Jean, o Jehan, Prouvaire. Jehan era un joven encantador, que escribía poesía, cultivaba plantas, y veía la belleza en todo lo que se cruzaba por su camino. Me gustaba mucho estar con él, siempre me leía sus poemas favoritos y me decía que mi belleza le recordaba a la de las diosas griegas (ni que fuera Enjolras).

Por supuesto, había entrado también en escena el borracho por excelencia, Grantaire. Me sentí especialmente intrigada en ver la interacción que había entre él y la estatua de mármol. A veces me daba mucha pena, cada vez que hablaba Enjolras le miraba con un desprecio profundo. Sin duda Grantaire miraba fijamente al líder todo el rato que estaba allí. Al principio me pareció tierno, incluso quizás romántico; pero contra más pasaba el tiempo, más me daba cuenta de que lo suyo era una profunda obsesión, y dudaba de que eso fuera algo bueno.

Mi relación con Enjolras era, como decirlo, especial. Los hombres, cada vez que decía algo, comentaban «¡callad! ¡La que todo lo sabe os habla!» o «la de la lengua afilada» entre otros. ¿Por qué? Bueno, pues porque cosa que decía Enjolras, cosa que le rebatía. No era porque no estuviera de acuerdo con él, era porque en los detalles, a veces, no estaba de acuerdo. Los primeros días me limitaba a escucharle, pero llegó un punto que tenía que decir algo. Entre él y yo se formaban debates, en los que a veces acabábamos con un tono de voz más alto de lo debido. Cuando esto pasaba, los hombres pedían vino. La verdad, puedo decir con seguridad de un 80%, de que no soy para nada del agrado de Enjolras.

No podía decirme nada, porque cumplía con sus condiciones: debía de acudir a todas y cada una de las reuniones, ser puntual, y coser escarapelas el tiempo que estuviese allí. Me dejaba hablar, porque si no lo hacía, daría la impresión de que uno no era libre de dar su opinión allí, lo cual era justo lo contrario. Eso sí, muchas veces algunos hombres le decían que me mandara a callar de una vez, o incluso lo hacían ellos.

Ese día, como he dicho, fue la excepción. Enjolras dio su discurso en paz. Yo cosía, como siempre, a veces levantaba la mirada, cuando hacía alguna pausa. Una de las veces, me miraba, y apartó la mirada rápido. En ocasiones, me sentía observada, supongo que todos esperaban a que dijera algo. Estaba sentada junto a Combeferre y Jehan, que me miraban a cada rato.

MADEMOISELLE ELIZABETH || Les Miserables Donde viven las historias. Descúbrelo ahora