Capitulo 40

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Tres horas después Nael parquea el jeep de Morgan frente a una pequeña cabaña en la cima de una montaña. Salgo del auto con una sonrisa en el rostro, mi moreno hermano me sigue y tomados de la mano nos acercamos al borde que está limitado por una cerca de madera, evitando así una posible caída. Frente a nosotros se expande el mar, una pequeña isla de verdes árboles dándole un toque de vida al inmenso océano. Debajo de nosotros luce una playa hermosa y solitaria. Chillo como una niña cuando veo un pequeño bote atado a la orilla, es un mini paraíso.

— ¿No se supone que íbamos a dormir en el auto? — digo sin poder borrar mi sonrisa.

— Necesito cuidarte más enana.

La cabañita es pequeña pero hermosa, una escalera pequeña que da inicio una galería pequeñita con una mecedora, una vez dentro un sofá pequeño en madera tejida, con cojines de flamencos, dos butacas similares y al lado una mesa para dos, una pequeña barra divide la salita y el comedor de la cocina que tiene un refrigerador pequeño, un estufa de mesa al lado del lavaplatos, una greca y los utensilios de cocina, más nada. Donde debería ir la (muy estrecha para Nael) puerta, unas corinas verdes dan la entrada a la habitación más acogedora del planeta. Una cama matrimonial, a cada lado una mesita de noche con lámparas y un pedazo de bambú con flores del jardín dentro. Un pedazo de madera tipo estante sobresale en la pared, Nael puso nuestras pertenencias en la superficie, luego una puerta de madera muy delgada dan la entrada al baño igual de pequeño, al menos tiene un pequeño espejo sobre el lavamanos.

Desempacamos y decidimos bajar a la playa para ver el anochecer, tomo una canasta de la casa y pongo varios emparedados, algunas cervezas y refrescos. Busco las mantas que puse en el Jeep y cambio mis converse por unas zapatillas. Nael entra diciéndome que ya había encontrado como bajar a la playa. Toma dos lámparas de gas de un estante, un encendedor y salimos de casa, resulta que en la parte de atrás de la cabaña hay una hamacas alrededor de un pequeño agujero para fogata, y detrás de estos un caminito de madera que lleva a unos escalones largos. El paisaje es hermoso, los diferentes tonos de verde, el sonido de la playa de fondo, las aves en los árboles... de las cuales he podido ver varias y más mariposas de las que podría contar en las cientas de flores que rodean el lugar. Bajamos a la playa y la vista en aún más hermosa, quito mis zapatillas tomándolas en la mano libre y camino encantada con la arena en mis pies, Nael luce igual o más emocionado que yo. Mamá siempre nos prometía que nos llevaría a la playa.

Sé que para ustedes no hay lógica de que yo viva en la costa y salga de mi casa con una playa a minutos a otra playa lejana, pero se trata del tiempo que pasaré con mi hermano después de tantos años perdidos, de disfrutar nosotros sin importar lo demás. Si me hubiese llevado a la carretera y parqueado en medio de la nada sugiriendo acampar también lo estaría disfrutando porque es algo que el eligió para mí.

Soltando todo lo que traigo en manos me acerco a la orilla, disfrutando el agua fría mojando mis pies, mi hermano me abraza, descansando su cabeza en la mía, pasamos un largo rato así solo disfrutando la compañía del otro entonces empieza la magia: los colores empiezan a cambiar, el cielo se tiñe de varios tonos y el mar compite con él. El sol frente a nosotros desciende de forma lenta y elegante, dejándonos en una ligera oscuridad, Nael se separa de mí y enciende las lámparas de gas, yo abro las mantas que traje y me acomodo sentándome junto a él, saco un par de cervezas y brindamos en silencio, solo disfrutando.

Casi dos horas después el frío es inaguantable en la playa, está totalmente oscuro por lo que recogemos todo y emprendemos camino a la cabaña. Cuando la tranquilidad del bosque nos envuelve y mis pasos solo son guiados por la tenue luz de la lámpara caigo en cuenta de que es la primera vez que estoy de noche en un bosque sin morir de miedo.

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