Normalidad

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Era como si su mente estuviera llena de estática, los pensamientos no eran retenidos y los olvidaba tan pronto que le costaba retomar la idea. Sus acciones eran letárgicas y mecánicas, no sentía las cosas que sostenía, parecía que su tacto estaba entumido y apenas logró prestar atención al agua cuando se duchó; el agua hirviente pasó a helada.

En realidad, no tenía energía para levantarse y moverse, pero no quería seguir postrado en la cama. Llevaba mucho tiempo dando vueltas en la cama, refundiéndose en su melancolía; dejando que la maldita le impidiera moverse y obligándolo a dormir por horas, podía jurar que hasta días. Así que con la poca fuerza que sentía tener se forzó a levantarse.

Duró un buen rato sentado en la cama, observando las sabanas en su regazo hasta que se levantó por completo y fue a preparase. La ducha duró demasiado, más de lo que solía tardar. No se molestó en verse al espejo y se vistió. Después de perderse en la espesa bruma de su mente un rato más, estuvo listo para salir.

La melancolía no se iba, parecía negarse a ir en esa ocasión; parecía haber echado raíces y aferrarse a él con insistencia. Quería molestarse, pero no podía hacer eso siquiera. Pero aun perdido en esa sensación sabía que había pasado tiempo, mucho tiempo y no podía permitirse seguir así. Tenía que salir de su encierro y ponerse a hacer su trabajo. Con melancolía o no sabía que sus ángeles eran inútiles.

Los pasillos le parecían desconocidos y su cuerpo dudaba en el trayecto, parecía haber olvidado a donde ir o como moverse. Sus pies arrastrando en la alfombra y su mirada distante veía por las ventanas; el cielo azul, las nubes blancas y los llamativos arcoíris. Sintió una alegría diminuta que fue extinguida al instante por la pesadumbre interna.

Todo ruido que alcanzaba a captar le sonaba distante e inentendible, como si una pared estuviera entre él y el sonido. Eran palabras que no lograba encontrar significado ya que este escapaba tan pronto se presentaba; no podía recordar que querían decir. Se detuvo cuando llegó a su oficina, la puerta cerrada le era conocida en cierto grado.

Tomó el pomo, el metal frío contra su palma fue un detalle que no duró mucho. Estaba a punto de abrir la puerta cuando escuchó, distantes y apresurados, unos pasos que se acercaron a él. Seguido sintió como le tomaban del hombro y hacían girar.

—Lo siento, pero no puedes entrar a la—. La voz de Olive se detuvo dentro de su garganta y la querubín le soltó, alejándose al instante. —¡Se-señor Fumus! ¡Perdoné, no lo reconocí! —.

Observó a la querubín unos segundos. La misma figura pequeña, sus cuatro alas, su cabello largo y brillante, la boina en su cabeza. Sus ojos verdes mirando con desespero a cualquier otro lado menos al Dios. Estaba nerviosa, se notaba a kilómetros y como no estarlo; había detenido a su propio Dios de entrar a su oficina.

Olive esperó alguna respuesta hiriente, sarcástica, una amenaza o burla. Pero nada llegó. Fumus se quedó analizando las palabras de Olive por unos segundos hasta que el pensamiento se desvaneció dejándolo en blanco. La ángel levantó el rostro y notó la mirada perdida del Dios, quien miraba a la pared sin observarla realmente.

Reconocía ese gesto; la expresión en blanco y perdida, la carencia de reacción y lo distraído que lucía el Dios. Inhaló largo, hasta que se calmó dejo que el aire saliera de sus pulmones. Lidiar con Fumus era difícil, leer sus acciones y movimientos. Pero cuando melancólico era manejable.

—¿Por qué? —. La pregunta la hizo saltar y morderse la lengua. Fumus la miró. —¿Por qué no me reconociste? —.

La querubín le miró incrédula unos segundos, hasta que sacudió la cabeza y regresó a una actitud más profesional; pero no sabía que tan profesional cuando su jefe estaba distraído. Lo pensó unos momentos, no era buena idea señalarlo y mucho menos tocarlo, Fumus no arremetería contra ella en el momento, pero cuando se recompusiera sin duda le haría pagar el atrevimiento.

One shot, One killDonde viven las historias. Descúbrelo ahora