Somnolienta, abrí los ojos.
No tenía ni idea de la hora ni tampoco consciencia alguna del espacio, apenas y con suerte, sabía mi nombre. Sin embargo, como siempre, lo primero que pude recordar fue que Rose había salido de fiesta y todavía no había llegado.
Me senté en el borde de la cama retirando las frazadas que me cubrían, tenía un inmenso dolor de espalda culpa de las horas que pasaba encorvada estudiando. Mamá me había advertido que la carrera de abogacía tenía mucha lectura, pero había omitido el consejo.
Me levanté y arrastré los pies descalzos por el asqueroso piso del departamento. Rose decía que debía barrer más seguido, aunque también ignoraba sus recomendaciones.
Vivía junto a mi mejor amiga, Rose, hacía ya desde algunos meses. Nos conocíamos desde el instituto y, ahora, que estábamos en la universidad, nuestras diferencias en cuanto al estilo de vida se comenzaban a hacer cada vez más notorias. Mientras yo prefería pasar la noche de un sábado durmiendo, en un intento de recuperar el alma tras tanto cansancio semanal, Rose desafiaba las leyes corporales de sueño e ingesta del alcohol y salía de fiesta por horas.
Así era ella, despreocupada, extrovertida y le encantaba divertirse. En cambio, después estaba yo, más parecida a un ermitaño que a una joven universitaria. Disfrutaba de la zona de confort que me había encargado de limitar perfectamente durante la adolescencia, pero había concentrado de definir en mi juventud.
Encontraba confortante la estabilidad de la rutina.
Preocuparme por Rose cada vez que llegaba tarde era parte de la rutina de un sábado común y corriente. Gracias a lo impredecible que podía llegar a ser a veces, Rose se convertía en un generador de peligros andante, por lo que mi cerebro no podía dejar de maquinar situaciones horribles.
Crucé por la habitación y me sumergí en el pasillo, pasando junto al gran espejo de pie al final del mismo. Llevaba una remera larga, que me quedaba tres talles más grande, y el pelo enmarañado como nido de ratas.
Me arrimé al refrigerador de la cocina, abriéndolo con una mano mientras que con la otra me rascaba la pierna. ¿Acaso había algo útil para satisfacer los antojos de medianoche en espera de Rose?
Al agacharme, casi metiendo la cabeza en la heladera, inspeccioné dentro; un emparedado de procedencia y vencimiento desconocido, atún, un frasco de pepinillos y un batido adelgazante que mi compañera insistía en tomar, a pesar de que tener una de las mejores figuras de la universidad.
Una vez lo había confundido con leche, lo que me había provocado una diarrea de tres días.
Cogí una botella de agua tras haberme resignado -más seguro que una intoxicación o una diarrea-, y cerré la puerta con un empujón de pie. Me encaminé al armario donde guardábamos los vasos y saqué uno. Lo analicé, comprobando que estuviera limpio, cuando, súbitamente, un estruendo provocó que me sobresaltase. Así, tanto el cristal como la botella se deslizaron de entre mis dedos.
—¡Mierda! Mierda, mierda... —Me arrodillé para ver el desastre y, con una maldición, me enderecé nuevamente—. Va a asesinarme...
Era de los caros.
De repente, la alarma comunitaria del barrio se encendió, aturdiendo cualquier ser viviente en un radio de diez kilómetros. Inmediatamente, me cubrí los oídos y luego de unos segundos de adaptación, caminé apresurada hacia el balcón con el objetivo de descubrir que ocurría.
En el camino, uno de los vidrios se introdujo en la planta de uno de mis pies, por lo que, me eché atrás, sosteniéndome de la mesada, y contuve un chillido.
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Fugitivos del fin
Science FictionHISTORIA GANADORA DE WATTYS 2020 EN LA CATEGORÍA DE CIENCIA FICCIÓN. La vida de una persona puede cambiar drásticamente de un día para el otro, o de una madrugada a la otra, y para Milagros Cortez, la prueba viva de esto es la aparición de un comple...