Nadie hubiese creído que yo, Milagros Cortez, me encontraría en una situación así. Si alguien le dijese a Millie del pasado lo que estaba a punto de hacer, hubiese entrado en crisis.
¿Quién diría que los caminos de la vida me llevarían a tal lugar?
Sosteniendo una pistola, vestida con un uniforme militar prestado -o robado-, arrodillada detrás de un auto abandonado y chequeando minuciosamente un contenedor de gasolina rojo ubicado a unos metros. Rodeada de criaturas que jamás pudiese haber imaginado y con un chico guapo esperándome.
Esperándome es decir mucho, más bien, esperaba que hiciese lo que tenía que hacer; una explosión. Una distracción para que todas aquellas bestias no se lo devorasen, a pesar de que tanto presumía ser intocable.
Nos habíamos separado hacia media hora, o más, me costaba llevarle el rastro al tiempo sin un reloj, y, a decir verdad, cada segundo que pasábamos distanciados se sentía como una eternidad. Y no porque no pudiese aguantar estar lejos de él por un interés romántico frenético, sino, de hecho, porque estábamos en peligro.
¿Y si era demasiado tarde?
¿Y si cuando el contenedor explotase ya lo habían hallado? ¿Y si lo mataban? ¿Y si nada salía como lo habíamos planeado? Porque, últimamente, las cosas no salían como ideábamos y detrás de un problema siempre había uno mayor alistándose para golpearnos con una moledora.
A tal punto ya había dado por hecho que no tenía nada que perder, ni una casa, ni a mi mejor amiga, ni familia (dudando del paradero de mi madre en otro estado), ni siquiera a mi misma. Aunque morir todavía me aterrorizaba un poco, había estado tan cerca de la muerte que la idea tampoco era tan impactante como mi primer encuentro con ella.
Por poco y éramos amiga. Esas amigas que se hacen bromas pesadas entre sí y que cuando piensas que están por llegar a la fiesta cancelan a último minuto, prometiendo que la próxima no te fallarán.
No obstante, ahora, si tenía algo que perder. Un futuro. Un futuro con él. Con Caleb, con el chico guapo que podría morir si yo lo estropeaba, el chico que había prometido convertirse en mi nuevo hogar.
Por esa misma razón, si quería sobrevivir, si quería tener un futuro, si quería ganarle una vez más a la muerte y robarle un par de granitos de arena al reloj del tiempo, debía concentrarme. Debía hacerlo bien, debía hacer una distracción lo suficientemente grande como para que Caleb pudiese escabullirse dentro de la nave y que yo pudiese escapar a las corridas sin que los extraterrestres me detectaran.
Sacándole, esta vez, el seguro al arma, gateé en cuclillas y cabizbaja hacia el otro extremo del vehículo, donde tenía un mejor panorama. Había algunas de las criaturas merodeando el lugar, pero la mayoría se dirigía hacia el edificio del hospital en busca de los últimos sobrevivientes que habían quedado tras su liquidación.
No vi señal de Caleb, lo que me puso nerviosa, aunque fuese positivo; sólo un idiota estaría a plena vista en estas instancias. No es que Caleb no lo fuese, pero, aun cuando me gustase subestimarlo y burlarme, era una persona inteligente y capaz.
Escondiéndome detrás de una de las ruedas al percibir como una de las criaturas se giraba hacia mi posición, me pegué al auto, respirando agitadamente.
Caleb alegaba que no podían asesinarlo porque él era importante. Por mi parte, la pobre tonta sin habilidades, en definitiva, no tenía valor, lo que significaba un pase libre para ser desmembrada tranquilamente.
Decidí planear de antemano la salida de escapatoria que tomaría una vez disparase; me levantaría, esperanzada de que el fuego o la explosión los aturdiera como para no verme como una amenaza inminente y correría, correría a toda velocidad -o a la que me diesen las piernas- hacia el interior del edificio.
¿Qué? ¿Hacia el edificio apestado de extraterrestres? ¿¡Había perdido la cabeza!? El plan era una mierda.
No tenía estrategia alguna y había prometido a Caleb que causaría una distracción; él contaba conmigo, con mi acción, con mi señal.
Y estaba aguardándome, o eso quería creer, en algún lugar, probablemente igual que yo, encogido en el lugar. Por eso, tenía que hacerlo, por él, por nuestro futuro.
Tenía que dejar de ser una miedosa como la Millie del pasado. Menos cobarde. Más valiente. Ya me había enfrentado a esas cosas, no tantas al mismo tiempo, claro, pero lo había hecho triunfante, a duras penas, por supuesto.
Y aunque me hubiese gustado seguir replanteándome la estrategia, la criatura que se había volteado comenzó a caminar hacia el escondite, olfateando el aire como si pudiese percibir el miedo de sus presas. Temblando, me apreté la pistola al pecho, tirándome al piso y rodando debajo del auto para evitar ser vista.
Debajo del oxidado vehículo, contemplé como sus extremidades se acercaban cada vez más, cuidadosas y atentas, como si ya supiese que me encontraba allí, indefensa.
Nadie me había dicho nada de su sentido del olfato.
¿Serían las axilas las que me sudaban? ¿O todo el cuerpo? Estaba hecha un río, no me extrañaría.
Plantándose frente al automóvil, se quedó estático, con la mucosa escurriéndole por las piernas hasta remojar la superficie debajo de él, dejando un asqueroso charco. Contuve la respiración.
Entonces, el recuerdo, el recuerdo de estar viviendo la misma experiencia, sólo que debajo de una cama en el convento, me invadió, entendiendo, en cuestión de segundos, lo que iba a pasar a continuación.
Con un ruido metálico, el vehículo salió volando, dejándome al descubierto, tendida sobre el piso, transpirada, con expresión culpable y el cuerpo entero tembloroso. Atrapada, la criatura me observó, no sorprendida, y abrió la mandíbula, soltando un aullido que alertó a otros especímenes de su especie que se desplazaban por la zona, quienes, a su vez, recayeron también en la tonta humana, sin valor, que sería el bufet de la velada.
Estúpido futuro, estúpidas ideas, estúpido plan. Estúpido Caleb que me había metido en esto el día que se había colado en mi apartamento y estúpida yo que le había permitido darle una vuelta a mi vida; estúpida yo, que, por enamorarme de él, me había puesto en peligro antes de que él tuviese que correr riesgos.
Porque eso era, ¿no? Amor. Ese que tanto me describía Rose, y que yo sólo veía en las películas con incredulidad de que algún día me pudiese pasar a mí. Pero ya no era la misma.
Extendiendo el brazo, lentamente para que el movimiento no despertase una reacción violenta, apunté el cañón de la pistola en dirección al contenedor de gasolina, posando el dedo índice en el gatillo y volviendo a mirar a las criaturas, que habían multiplicado el número alrededor de mí.
Esbocé una sonrisa, y la criatura principal ladeó el cuello, como si no comprendiese el porqué del entusiasmo. A lo que, con la expresión de felicidad cínica que le había copiado al inspector, presioné el gatillo, accionando el arma que emitió la bala, que, viajando por el aire, colisionó contra el contenedor metálico previamente fichado. Causando, en instantes, la gigantesca y sonora explosión que tanto necesitaba para que Caleb, estuviese donde estuviese, aprovechara y se metiera a hurtadillas en la nave y que yo pudiese escapar.
Sólo que, a diferencia de Caleb, quien atesoraba estuviese aprovechando la alteración de todas las criaturas, que, corriendo a la zona del estallido, se habían dispersado en medio de la confusión, yo no iba a poder seguir mi parte del plan. Porque, a excepción del pánico y conmoción general en el ambiente, la primera bestia que me había localizado seguía enfrente, inspeccionando la llamarada de la explosión que se había creado a la distancia y recayendo, luego, en mi mano, aún aferrada al arma, delatando mi culpabilidad. Lo que pareció entender, enfureciéndose con un agudo chillido que marcaba otro hito en mi tóxica relación con la muerte.
Y hola de nuevo, vieja amiga.
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Fugitivos del fin
Ciencia FicciónHISTORIA GANADORA DE WATTYS 2020 EN LA CATEGORÍA DE CIENCIA FICCIÓN. La vida de una persona puede cambiar drásticamente de un día para el otro, o de una madrugada a la otra, y para Milagros Cortez, la prueba viva de esto es la aparición de un comple...