Capítulo 19

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Ya era de noche cuando, finalmente, llegamos a una vieja estación de servicio al costado de la carretera.

Mike aparcó la camioneta en frente de la puerta de la entrada y se bajó, comprobando que el lugar estuviera despejado antes de avisarle a su madre, con un grito, que era seguro.

Ellen se dispuso a levantar a Joseph mientras yo saltaba fuera del vehículo, cayendo en el asfalto con dureza. Cargar el peso de mi cuerpo sobre las piernas por primera vez en horas se sentía extraño, todavía estaban adormiladas.

La entrada principal eran dos puertas de vidrio, sucias por la falta de mantenimiento y selladas por una cadena oxidada. Adentro del local no se veían personas, pero tampoco comida tal como mi estómago fantaseaba; sólo estanterías vacías, cajas desordenadas, líquidos derramados en el suelo y una oscuridad que cubría todo.

—Córrete —dijo Mike con la amabilidad de siempre, empujándome a un lado con uno de sus hombros, desestabilizándome por completo. Me había quedado parada ahí como una tonta por varios minutos.

Cargaba con ambas manos una piedra gigantesca.

—¡Espera! Harás demasiado ruido.

Mike se giró hacia mí con los ojos entrecerrados, evaluando la seriedad del planteamiento, para luego hacer caso omiso a mi anuncio, decidiéndose por reventar la piedra contra el cristal de un sólo movimiento.

Apenas teniendo tiempo de cubrirme el rostro con los brazos, observé la pared de vidrio derrumbarse en segundos, provocando, como había predicho, un sonido estrepitoso.

—¿¡Estás loco!? ¡Vas a llamar la atención de todo el mundo a la redonda! —espeté, avanzando hacia él para evitar tener que alzar el volumen de mi voz. Soltando la roca, Mike me tomó de una de las muñecas, torciéndola levemente de modo que dejara de moverme.

Solté un quejido bajo.

—No sé quién te crees, pero aquí no eres ninguna líder por tener una escopeta en los pantalones —murmuró odioso, bajando la mirada a mi cadera, allí donde el arma producía un bulto que delataba su presencia—. Puedo desarmarte fácilmente, la única razón por la que aún no te he matado es porque salvaste mi vida. No más.

—Mike. Suéltala —ordenó tenue Ellen, a unos pasos de distancia, contemplándolo con súplica; más que un mandato, era un ruego.

Por alguna razón, su madre parecía ser la única debilidad de Mike, quien, de mala gana, deshizo el agarre, dejando que pudiera retirar rápidamente el brazo. Sacudiendo la muñeca afectada, retrocedí con prudencia sin que Mike me sacara los ojos de encima.

Ellen pasó enfrente de nosotros, atravesando los crujientes cristales, pisando algunos con la suela de sus zapatos, y adentrándose en el local. Joseph la siguió, llamando la atención de Mike con un asentimiento de cabeza.

Tras una última mirada de advertencia que me obligué a sostenerle, Mike acompañó a su hermano. No fue hasta que los tres estuvieron dentro que pude respirar con normalidad.

Ajustándome el pantalón, palpé la escopeta, reacomodándola de forma que no se pudiera caer ni salir de su lugar. Era un recordatorio de que nunca estaría segura o cómoda con ellos.

Tenía que estar alerta.

¿Qué tan buena idea había sido acompañar a mis secuestradores en una misión imposible para rescatar a alguien que no conocía?

No muy buena.

Era eso, o estar sola. Aunque, a decir verdad, la soledad nunca me había molestado. Pasaba la mayoría de los días del año sola, estudiando en casa, viendo series, leyendo algún que otro libro; estar sola conmigo misma no me incomodaba. Tal vez porque sabía que al final del día no estaba sola del todo, sino que, con la llegada de Rose, después de una jornada intensa en su trabajo de medio tiempo o algún examen agotador, era que podíamos abrir una botella de vino y olvidarnos las penas amorosas -de ella- y el estrés de ser estudiantes.

Fugitivos del finDonde viven las historias. Descúbrelo ahora