Capítulo 23

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La parte más desagradable de equivocarse, es tener que soportar el famoso "tenía razón" de la persona que te advirtió previamente. Sin embargo, peor aún es no escucharlo.

Me había despertado desorientada, con un creciente ardor en la nuca y un sentimiento de frío en todo el cuerpo. Volvía a tener las muñecas y los tobillos atados, más ajustado que antes, la boca amordazada y los ojos vendados; me preguntaba que función cumplía la venda, ¿no tener que ver a los secuestradores que ya conocía? ¿O el sentimiento de vergüenza por parte de los traidores? ¿Acaso tenían remordimiento?

Ellen lo hacía por su hija. Por su familia. ¿Así lo justificaba en su cabeza?

Joseph sólo seguía todo lo que su madre hacía, y Mike... Mike era Mike. Pero me lo hubiera esperado de él, me hubiera esperado que aprovechara un segundo de distracción para traicionarme, pero jamás de Ellen, la mujer que sudaba ante mucha acción y sólo sabía llorar y temblar.

¿A esta ingenuidad se refería Rose? ¿A la misma que me había llevado a confiar en mis captores y tratar de ayudarlos para acabar así? ¿En la misma posición en la que todo había comenzado?

El motor de la camioneta rugía debajo de nosotros, pero ninguna voz hablaba por encima del tedioso sonido, tan sólo se mantenían en silencio, a pesar de que sabía perfectamente que estaban allí. A veces, los sentía moverse, con el peso de su cuerpo balanceándose sobre la chapa metálica del vehículo.

En lo que quedó del viaje sólo pude pensar en Caleb. ¿Dónde estaba? ¿Qué habían hecho con él? ¿Había terminado igual? Me costaba imaginarme a Caleb en el mismo lugar, vulnerable.

¿Y si se había resistido? ¿A qué había llevado eso? ¿Y si ahora estaba lastimado?

Por mi culpa. Por culpa de las estúpidas decisiones que tomaba y por no escucharlo cada vez que me había alertado. Y si algo le pasaba, si Caleb estaba herido, o peor, muerto, iba a ser el costo de mis acciones.

Y no me lo iba a poder perdonar.

Empecé a escuchar las primeras voces luego de una hora o dos, cuando la camioneta se detuvo. Tras un portazo y unos quejidos, dos manos me tomaron de la cintura y me arrastraron fuera de la caja, poniéndome de pie.

Sin mayor delicadeza, Mike me sacó la venda de los ojos, iluminándome con su horroroso rostro. Mantenía una expresión seria de la cual, en otra ocasión, me hubiera burlado. El mismísimo sacó el cuchillo, agachándose sobre mis pies y comenzando a cortar la cuerda que me rodeaba los tobillos. Aún no podía hablar, por lo que me limité a observar a mi alrededor en busca de Caleb.

Estábamos frente a la entrada de un estacionamiento, custodiada por tres guardias fornidos y de aspecto severo. La camioneta formaba parte de una fila de unos siete autos, o eso alcancé a contar, que esperaban ingresar. Todos estaban aparcados y en las mismas condiciones que el nuestro, bajando provisiones.

Vi a muchas familias, incluso algunos niños. Los más afortunados bajaban con cajas, los que no, con algunas bolsas. Algunos iban con galones de combustible, otros con contenedores pesadísimos y otros llevaban, nada más ni nada menos, que personas.

Personas asustadas, temblando. Con las cabezas recubiertas por bolsas, o las muñecas esposadas, y con múltiples hematomas distribuidos por sus cuerpos. Algunas mujeres, otro buen número de ancianos y hombres, hombres que lloraban a moco tendido cuando sus captores le amenazaban con un filo en el cuello.

Era, simplemente, deshumanizante.

Mike se levantó con un pedazo de soga, guardándosela en el bolsillo trasero al mismo tiempo que se percataba de lo que estaba mirando.

Fugitivos del finDonde viven las historias. Descúbrelo ahora