Capítulo 35

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No ofrecí resistencia alguna a que una fuerza me jalara hacia atrás, tampoco dejé de llorar ni de sollozar, sino que, empeorando las circunstancias, el llanto se volvió más sonoro. Sin embargo, entre el cúmulo de lágrimas que me dificultaba la visión y el sonido de los constantes disparos de fondo, que habían terminado por producirme un agudo pitido en los oídos, el rostro de Caleb pareció, en realidad, una creación de mi propia imaginación al borde del colapso.

Hubiera sido entendible que, frente al pánico y miedo que sentía, mi mente hubiera desarrollado un mecanismo de defensa improvisado, dejando que las fantasías se entrelazaran con la horrible y cruda verdad. Aun así, Caleb seguía allí, con las manos posadas en mis mejillas, inclinado sobre mi cuerpo en posición fetal, acurrucados, escondidos, contra la parte trasera de una de las columnas decorativas de la parte trasera del salón.

—¡Millie! ¡Reacciona! —exclamó en un tono de voz alto, intentando acaparar los gimoteos sueltos. Me había apoyado la cabeza entre sus piernas, ocultando el caótico panorama con sus estrechos hombros—. ¡Millie! ¡Tenemos que irnos!

Dando varias bocanadas de aire con dificultad, respiré pausadamente, conteniendo los gritos de horror para que se convirtieran, entonces, en un lloriqueo silencioso, con el rostro contraído y lleno de mocos. Ya ni siquiera me importaba que me viera así.

—Lo sé, lo sé... —repitió Caleb, encorvándose súbitamente a causa de un estruendo a sus espaldas, protegiéndome, esta vez, contra el pecho, obligándome a reincorporarme a medias—. Sé que duele y que tienes miedo. Pero estoy aquí, y tenemos que salir de ésta con vida.

Sobre mis propias rodillas, acorralada contra su cuello, alcancé a echarle una ojeada al comedor sumergido en un completo caos, arrepintiéndome al instante con la percatación de que, durante esos minutos en los que me había dado el lujo de desarmarme totalmente, la situación se había agravado aún más.

Los cadáveres y cuerpos heridos, tanto de guardias como de residentes, estaban volcados por todo el lugar, en medio de algunos de los enfrentamientos que todavía continuaban; con las pocas personas que quedaban apañándoselas con alguna pistola que hubiesen podido arrebatar o alguna arma rudimentaria con la que se hubiesen podido topar.

Pasando los brazos por detrás de la nuca de Caleb, asustada de que su cercanía fuese una ilusión y fuese a esfumarse, lo abracé. Tardó unos segundos en devolverme el abrazo, empero, al hacerlo, me apretó contra él, regresándome la sensación de seguridad del hogar que había dado por perdido.

Él estaba ahí; no se había ido.

—La mataron —balbuceé, aferrándome a la tela de su remera, sorbiéndome la nariz en el aire por cortesía de no hacerlo sobre él—. La mataron.

Separándonos, Caleb volvió a sujetarme del rostro, limpiándome las lágrimas y mocos indistintamente, como si no le molestase ensuciarse.

—Lo sé... Y lo siento mucho. Sé lo que ella significaba para ti. Pero debemos irnos, ahora. —Examinó por encima del hombro, sin impactarse demasiado por lo que veía, retornado con una expresión neutra—. Prometo que te podrás despedir de ella en otro momento, ahora necesito que te pongas de pie y vengas conmigo.

¿Seguir escapando?

—No puedes rendirte —dijo Caleb, tomándome de la barbilla y forzándome a levantarla para que nuestros ojos se encontraran, desorientados—. Tienes mucho que vivir aún, una vida por delante. Sé que duele, y va a doler, pero tienes que levantarte.

¿Una vida? ¿Cuánto? ¿Cuánto me duraría esa vida? ¿Valía la pena seguir luchando por una vida miserable? ¿Una vida llena de incertidumbre de cuándo sería el último día?

Fugitivos del finDonde viven las historias. Descúbrelo ahora