Capítulo 10

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La puerta se abrió y un Caleb, desorientado, apoyó el antebrazo en el marco mientras con la mano libre se frotaba los ojos para despabilarse. Llevaba ropa de dormir, el cabello despeinado y el rostro hinchado.

—¿Qué ocurre ahora? —cuestionó y bostezó exageradamente. Lo empujé dentro de la habitación al mismo tiempo que cerraba la puerta por detrás y, luego, bloqueé la puerta con la espalda para evitar que alguien entrase—. Wo, no creo que a las monjas le parezca correcto que entres a mi habitación a estas horas de la noche.

—Caleb.

—A ver, que tampoco me molesta pecar contigo, pero...

—Hay algo mal con este lugar, tenemos que irnos.

Me despegué de la pared y analicé la habitación para comprobar que estuviéramos solos. Su dormitorio era más pequeño que el mío, iluminado por una diminuta lámpara sobre una mesa ratonera.

—¿Qué estás diciendo? Ya lo hemos hablado y... —masculló. Tendí mis muñecas y exhibí las quemaduras por el roce de las cuerdas—. ¿Qué...? ¿Qué pasó?

—Me han tenido encerrada y atada en una capilla por horas, rezando. Han bloqueado las puertas.

Caleb me rodeó las manos, analizando las heridas con una mueca, y pasó suavemente la yema de uno de sus dedos por ella. Liberé un alarido de dolor apagado.

—¿Cómo saliste?

—Me soltaron al rato, todas salieron como si nada. Pero hay una de ellas, Caleb... Una de ellas parece endemoniada. Por eso, tenemos que irnos —comenté. El recuerdo de aquella mujer, todavía latente en mi memoria, me daba escalofríos—. Las trabas no funcionan, además creo que nos están espiando todo el tiempo. Hay algo mal.

Caleb se frotó los ojos, como si le costara salir de su estado somnoliento y asimilar tanta información de sopetón, y negó.

—Sólo son unas fanáticas religiosas.

—Me han atado —repetí como si se estuviera olvidando de lo importante. Su mirada se suavizó—. Creo que ellas saben lo que pasa afuera, lo saben muy bien, sólo que piensan que todo esto es un juicio final. Están dementes, no sabes qué pueden hacer. Me dijeron que para detener esto necesitaban a alguien. Creo que se referían al demonio.

—¿Te estás escuchando? ¡Son monjas! —exclamó. Le tuve que golpear en el hombro para que bajase el volumen de la conversación—. Son viejitas frágiles que puedes, tumbar, fácilmente, con una patada. ¿Cómo te van a atar de manos?

—¿No me crees? —musité.

Caleb se sentó en el colchón de la cama, por encima de las frazadas desbaratadas, y relajó los hombros.

—No, bueno sí. La verdad se me hace difícil escucharte a... ¿Qué hora es? ¿Las dos de la mañana? Lo hablaremos mañana cuando estemos despiertos, todo va a estar bien —intentó tranquilizarme sin efecto alguno—. Vete a dormir. Descansa, los analgésicos te pueden producir este tipo de efecto, ¿cierto? Mañana veremos qué hacer. Lúcidos.

Levemente molesta, volví sobre mis propios pasos y cogí la perilla de la puerta. Me detuve por unos segundos, vacilante. Escuché como Caleb se removía sobre el colchón, cuyos rechinantes resortes delataban cada uno de sus movimientos. Supuse que se estaba recostando para retomar el sueño interrumpido.

—¿Puedo quedarme aquí? —interrogué y me volteé a verlo, quien, con un brazo estirado, trataba de agarrar el interruptor de la lámpara para apagarla.

Con un suspiro largo, asintió en silencio y, finalmente, pudo presionar el botón de apagado, sumergiéndonos en la oscuridad. Torpe, me acerqué a la única ventana de la habitación que me tenía vistas al jardín, cuya fuente de agua reflejaba la luz de la luna.

Caleb carraspeó; estaba acostado en la cama y sostenía el acolchado hacia arriba, dejando a la vista el gran espacio que había hecho.

—Ven, duerme.

Asentí e, insegura, me senté en el colchón mientras jugaba con mis dedos con cierto nerviosismo que no habría sido capaz de ocultar de no ser porque Caleb ya estaba dormido. Qué veloz.

Apoyé la espalda primero, con el estómago en dirección al techo, me cubrí con las sábanas y dejé que la cabeza se hundiese en la almohada compartida. Podía escuchar su respiración regular casi como si estuviera en mi oído -si es que no lo estaba- y de reojo lo podía ver con la boca entreabierta.

¿Babeaba? ¿Roncaba? ¿Qué si yo misma sonaba como un rinoceronte en las noches, pero, como nunca había dormido con nadie, no lo sabía?

—Caleb.

No hubo respuesta alguna, por lo que, cuidadosamente le hinqué una de las mejillas. Caleb abrió los párpados lo suficiente para verme y los volvió a cerrar. Me odió.

—Caleb.

—¿Eh?

—Tengo miedo.

—No va a pasar nada.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque lo sé.

—¿Y si vienen a atacarnos de noche?

—No lo harán.

—¿Cómo lo sabes? —repetí con la mirada clavada en la telaraña ubicada en una de las esquinas de la habitación. Podía sentirme el corazón retumbando contra las paredes de mi pecho.

—Porque si lo hacen, yo te protegeré. Lo que quieras, me sacrifico por ti si me das una hora de sueño. Ahora sólo vete a dormir, ¿sí?

Me giré para poder verlo mejor. Caleb se alejó un poco para mantener la distancia entre nosotros, de modo que no estuviéramos en contacto.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo, Millie. Pero cierra los ojos de una vez o lo harás a los puñetazos.

¿Me estaba volviendo loca? ¿O no? ¿Qué si realmente lo había visto? ¿Qué si no era el efecto de ninguna droga? ¿Qué si estábamos en problemas? Entonces, sólo entonces, ¿cómo íbamos a salir de ahí? 

Fugitivos del finDonde viven las historias. Descúbrelo ahora