Capítulo 31

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Había tenido tres días para decirle a Caleb que me quedaría. Que la decisión estaba tomada y que lo haría por mí, aunque en cierta parte fuera mentira. Porque no, no me quedaba por mí.

Me quedaba por ella.

Para salvarla del lío en que se había metido. Porque quería creer que en el fondo seguía existiendo alguna parte de lo que había sido. Tal vez era inútil, muy probablemente lo era, pero lo intentaría. Lo intentaría y, si lo lograba, nos marcharíamos.

Juntas.

Tenía que abrirle los ojos, que se diera cuenta.

Y si no, me iría. Sola.

Ahí radicaba el motivo por el que había querido atrasar la noticia, no quería quedarme sola. Quería que Caleb se quedase. Que se quedase junto a mí por si las cosas saliesen mal. Porque no quería estar sola de vuelta. No cuando me había acostumbrado a su presencia.

Me dolía decirle adiós. No quería decirle adiós. Quería pedirle que me esperase, que me esperase lo que hiciese falta para que nos fuésemos los dos juntos. Pero, ¿no sería eso egoísta? ¿No lo estaría metiendo en peligro?

No podía hacerle eso a Caleb.

Por eso, iba a decírselo, iba a reunir fuerzas y aclararle que no podía irme entonces, y que era por mí. Por nadie más. Aunque me rompiese decirle adiós. Aunque me doliese verlo partir. Aunque me doliese aceptar que no iba a volver a verlo.

El problema es que, en el lapso de tres días, no había podido sentar cabeza ni un minuto a causa de, nadie más ni nadie menos, que Rose.

—Voy a casarme. —Me había dicho Rose dos días antes de su partida en una jordana para organizar unas cajas de comida que nos habían asignado.

—Ya lo sé —le contesté, apilando una sobre otra las latas de salsa de tomate hasta llegar al borde de la caja. Rose carraspeó, tratando de llamar mi atención—. ¿Qué? ¿Quieres las felicitaciones?

Cuando alcé la vista para verla, se había acercado a gatas, arrodillada, con el cabello despeinado y la ropa polvorienta de tanto mover contenedores, y me tendía la palma de la mano con los dedos extendidos. En el anular reposaba un precioso anillo de oro con una piedra color esmeralda.

—Voy a casarme en dos días.

De las reacciones que podía tener, que se me cayera la lata de tomates de los dedos entumecidos y rodara hacia ella, no la terminó de convencer. Por lo que, sonriendo emocionada, repitió la afirmación.

—¡Voy a casarme en dos días! —exclamó. Esta vez, me forcé a trazar una sonrisa falsa y abrazarla, a pesar de que las dos estábamos cubiertas de suciedad, para esconder la mueca de desconcierto que le siguió a la primera impresión fingida.

—¿Qué...? ¿Por qué? ¿De repente?

—Ha llegado un cargamento gigantesco de comida y con Conri pensamos que podríamos aprovecharlo. Además, nos viene bien a todos. Hay mucho estrés en estos días, un festejo no suena mal —me explicó ella, prosiguiendo a relatarme acerca de la propuesta, tan romántica, que su futuro esposo le había preparado.

Mientras lo hacía, no dejaba de pensar en el enredo que se estaba creando. Si se casaba con él, no había vuelta atrás, muy difícilmente iba a querer dejarlo. Estaba ilusionada, sin duda. Sin embargo, había que encontrar el modo de romper aquella burbuja fantasiosa en la que se había encerrado antes de que fuera tarde.

¿Romper un matrimonio? ¿Interrumpir la boda? ¿Convencerla de que casarse no era lo correcto?

—En el jardín trasero hay un hermoso rosedal, junto a unos banquitos de mármol. No muchos conocen el lugar —contó Rose, parpadeando varias veces. Encantada—. Pusieron velas, trajeron una mesa y un mantel blanco. Abrimos una botella de vino y comimos un plato delicioso que preparó, especialmente, el chef. ¡Fue tan romántico! ¡Si vieras lo nervioso que estaba!

Fugitivos del finDonde viven las historias. Descúbrelo ahora