Capítulo 16

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Los tres me observaron desconcertados, y el muchacho, quien había adoptado el liderazgo tras la caída del otro, mantuvo el cuchillo en alto, señal de que no terminaba de confiar en mí, o en la propuesta.

—¡Estamos rodeados! —alertó el conductor. Eso bastó para que, dirigiéndonos a nuestras espaldas, pudiéramos ver a una de las criaturas a unos diez metros de distancia, contemplándonos con detenimiento.

Volteándome en dirección al frente, advertí de que otra de ellas se había colocado en medio de la carretera; efectivamente, nos habían rodeado, de modo que no pudiéramos movernos con la camioneta.

Cuando volví a encontrar miradas con el chico de cabello enrulado, Joseph, los ojos se me deslizaron a las ataduras de mis pies. En cuestión de segundos, por acción del mismo miedo y la presión del llanto del más pequeño y la mujer, el joven se agachó, comenzando a cortar, con el mismo cuchillo con él que me había amenazado, la soga que me rodeaba los tobillos.

De pronto, un estruendoso ruido metálico nos distrajo, encontrándonos con uno de los extraterrestres parado sobre el techo, ahora, abollado por el impacto. La primera en gritar fue la mujer, llorando y abrazando a su hijo contra su pecho.

Qué útil.

Lo siguiente que escuchamos fue un disparo, al mismo tiempo que una bala atravesaba el material del techo desde el interior del vehículo. La criatura apenas pudo esquivar la bala, alterándose con un chillido horroroso y disponiéndose a atravesar, con una de sus extremidades, el vidrio delantero para atacar al único hombre en el asiento del conductor que, con un revolver, se las apañaba para tratar de dispararle.

—¡Apresúrate! ¡La otra cosa se acerca! —A pasos alargados, la segunda criatura caminaba hacia nosotros.

Asiendo el bate entre mis dedos sudorosos, volví a remover los pies, esperanzada de que eso fuera a acelerar el torpe y lento proceso para romper la atadura. El chico, nervioso, me rozó el filo contra la misma piel, provocando un alarido de mi parte, hasta, finalmente, terminar por romper la cuerda.

Sintiendo el peso sobre los tobillos disminuir, apenas tuve tiempo de reincorporarme antes de que unas garras pegajosas me tomaran de un brazo, jalándome fuera de la caja de la camioneta.

Caí duramente sobre el césped a un costado de la carretera, rodando hasta frenarme apenas con las palmas, ya raspadas; el bate aterrizó más lejos. La segunda bestia agarró al flacucho, deshaciéndose de él de la misma forma que había hecho conmigo, arrojándolo.

—¡Joseph!

Sólo quedaron las presas más débiles; el niño y la mujer, acurrucados en una de las esquinas.

Otro disparo retumbó dentro de la misma camioneta, y un estallido de líquido negro tiñó el vidrio y parte de la ruta, dejando a la primera criatura sin un brazo a causa de la bala.

¿Cuánto tardaría en regenerarse?

Estaba montada sobre el capo del auto, y se retorcía furiosa sin una de sus extremidades, a la vez que el hombre, del que apenas conocía la voz, dentro del auto, reía con regocijo.

No tenía tiempo.

Arrastrándome esforzadamente con los codos, estiré el brazo hasta alcanzar a palpar el extremo del bate con la yema de los dedos, acariciándolo sin poder terminar de sujetarlo. El cuerpo me envió una advertencia general de dolor.

Estaba destrozada.

Ignorando la contusión del golpe, me impulsé hasta finalmente agarrar el bate, atrayéndolo a mí con un sentimiento de satisfacción momentáneo. El grito del niño, que tan mal me caía por buchón, resonó desde la camioneta acompañado con el llanto de su madre, cada vez más intenso.

Fugitivos del finDonde viven las historias. Descúbrelo ahora