Capítulo 2

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—Ellos.

El edificio volvió a temblar, consiguiendo que la lámpara se me resbalase de los dedos. Sin control de mis movimientos, me balanceé hacia adelante y rodeé hacia el cuerpo del desconocido que, sujetándose la cabeza, se retorcía con expresión de dolor. Al divisarme centímetros antes de impactar contra él, soltó un gruñido a la vez que me recibía con los brazos de modo que no me golpeara con una de las paredes.

—¿¡De qué estás hablando!? ¿¡Quiénes son ellos!? ¿¡Los drones asesinos!? —chillé. Removiéndome en el lugar, escapé del agarre—. ¡Vamos a morir!

El desconocido se reincorporó con agilidad y, aún en cuclillas, me tomó de los hombros para ayudar a sentarme.

—Vamos a morir si sigues gritando —susurró. En la cercanía, pude apreciar tenuemente sus rasgos, de nariz recta, cejas tupidas, ojos color miel y barba, al parecer, recién rasurada, un hombre, que jamás había visto en mi vida, me contemplaba —. Ellos todavía no saben que estoy aquí, y no tienen por qué saberlo.

¿Ofrecían recompensa?

No, no. Nos concentremos en la preocupación central.

¿Y qué si me asociaban con él? ¿No moriría también?

No me moví, manteniéndome en silencio.

—Van a matar a cualquiera que se les cruce por su camino, empezando por ti si es que te encuentran. ¿No viste lo que está ocurriendo allá fuera? —cuestionó exasperado y se pasó el torso de la mano por la sien, limpiándose un débil rastro de sangre ocasionado por una contusión del último temblor—. Debemos irnos, mujer.

¿Mujer?

Aún confundida, busqué con la mirada el objeto que había utilizado de arma, vacilando entre si debía tomarlo o no. Sin embargo, el extraño se levantó antes de tiempo y se aferró a una de mis muñecas, forzándome a pararme junto a él.

Debajo de mi propio peso y ya sin la adrenalina que me había invadido anteriormente, el corte en la planta del pie tomaba protagonismo. A lo que, doblándome por la mitad, solté un quejido de dolor.

—¿Qué te ocurre? ¿Menstruación? ¿Ahora? ¿Este es el mejor momento que eliges para ser fértil? —interrogó. Se agachó con el objetivo de comprobar mi estado de salud e, irguiéndose tan sólo segundos más tarde, el desconocido se dio el lujo de apresurarme—. Tenemos que seguir.

No tenía por qué seguirlo.

En un arrebato de rebelión, lo empujé por el pecho, aprovechando la distracción para dar media vuelta y alejarme con ayuda de las paredes. Detrás de mis pasos, torpes y poco precisos, un sendero de rojo teñía las baldosas del piso.

El dichoso anónimo decidió rendirse y se marchó hacia una de las habitaciones, tal vez en busca de una escapatoria.

En un primer momento, consideré que había tomado una decisión inteligente; alejarme del maniático.

Al salir del pasillo, logré impulsarme con uno de los muebles de la sala y me arrimé, a duras penas, al sillón ubicado en medio de la habitación. Cojeé forzosamente hasta chocar con él y, apoyándome, rebusqué entre los cojines. Los pantalones que había dejado el día anterior.

Tomando los pantalones que había dejado el día anterior, inserté una pierna después de la otra y me subí el elástico hasta la cadera, ajustándolos. Al menos, incluso en un episodio catastrófico, estaría vestida.

No muy a la moda, diría cualquiera, pero, a fin de cuentas, con ropa me bastaba.

Imprevistamente, un proyectil ingresó a través de la ventana, provocando una explosión de cristales en la cocina. Asustada, me apresuré a desplazarme hacia la puerta de salida. Con rapidez, tanteé el llavero que colgaba a un costado, hurgado entre la gran cantidad de llaves que, por primera vez, me pareció infinita e innecesaria, hasta, por fin, acertar la indicada. Con la llave del auto en mano, tiré la perilla de la puerta y crucé el umbral con la destreza física limitada a causa del dolor creciente en la planta del pie.

Fugitivos del finDonde viven las historias. Descúbrelo ahora