Capítulo 11

5K 632 284
                                    

—¿Ves? Un plato de comida, unas buenas horas de descanso y ya podemos comenzar a tener una conversación decente —alegó Caleb y me puso un cuenco de cereales con leche en frente.

Unas buenas horas de descanso para él, habrá querido decir; porque yo casi que no había pegado ni un ojo.

—Ninguna monja es malévola, sólo tienen algunos ritos religiosos algo... Extraños. Pero no te preocupes, hablaré con una de ellas y les diré que te mantengan al margen. —Agarré la cuchara de mala gana y la sumergí en el cereal—. Estaremos bien.

—Estaremos bien cuando nos vayamos de aquí —contrataqué. Le di un bocado y mastiqué con el ceño fruncido—. Además, ya me recuperé bastante. Mira, ni siquiera llevo el bastón.

—Este es el único lugar donde estaremos bien, tienes que dejar de dramatizar tanto.

¿Dramatizar? ¡Eso era peor! Un tema era que no me creyera, otro que me tratara de exagerada.

Me crucé de brazos y empujé el cuenco de comida, dispuesta a ponerme de pie y marcharme. Sin ánimos de soportar cuestionamientos acerca de la veracidad de mis palabras, se me había cerrado el estómago.

Sin embargo, ahí estaba ella, la misma monja del día anterior, cubierta de negro, arrugada como una pasa de uva y con expresión de haber chupado un limón. Escondida en la espalda de Caleb, lo tironeé del cuello de la remera.

—Es ella. Ella ordenó que me ataran.

Caleb dejó de comer y la observó. Luego, se giró, burlón, y soltó una carcajada baja.

—¿En serio le temes a eso? Por favor, es una ancianita.

—Una ancianita malvada, Caleb.

—No existen ancianitas malvadas.

Y eso lo decía porque no había conocido a mi tía abuela, que era mala de veras.

—Iré a hablar yo con ella, solucionaremos esto por el habla. Le diré que no te metan más en esos rezos obligatorios y estarás a salvo —concluyó Caleb. Se levantó y me palmeó la cabeza como si fuera un perrito, a lo que lo sujeté de la muñeca, negando para evitar que largara—. Millie, no seas así.

La monja me clavó una mirada tajante, que logró que las manos se me desprendieran, involuntariamente, de Caleb, quien, ante la primera oportunidad, salió disparado hacia ella.

—Oiga usted, necesitamos hablar urgentemente de sus hábitos y como tratan a sus invitados —reclamó él con un dedo señalador. La atención dejó de estar posada en mí y recayó en Caleb como un látigo. Entonces, con una sola mano, lo atrapó del cuello y lo levantó del suelo.

—¡Caleb!

Atónito, Caleb se sacudió, desesperado por escapar, al mismo tiempo que el cuerpo de la indefensa y frágil anciana quedaba en un recuerdo y se comenzaba a deformar sin soltarlo. La ropa se le desgarró, rompiéndose y desprendiéndose en forma de harapos, a causa de sus cambiantes extremidades, que crecían vertiginosamente. La piel se le fue oscureciendo y adquirió un color negro, recubierta, además, por una característica mucosa a la vez que el rostro se le transformaba con una sonrisa de dientes afilados.

—Sí, Millie, tenías razón. Esto no es una ancianita —musitó desconcertado el muy idiota de Caleb, con los pies flotándole en el aire y la respiración del extraterrestre golpeándole el rostro.

El resto de las monjitas frágiles también cambiaban pieles, algunas todavía en proceso, se retorcían contra las paredes, suelo o el mismo techo y se convertían, lentamente, en aquellas horripilantes bestias.

Fugitivos del finDonde viven las historias. Descúbrelo ahora