Capítulo 26

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—Sí. No será necesario —declaró Rose en dirección a los dos hombres que había detrás de la puerta, tratando de excusarse de que no requería servicio de seguridad para hacerse cargo de nosotros.

Yo me había sentado en una camilla blanca, al principio me había preocupado por ensuciar las sábanas limpias con la mugre que arrastraba, pero luego había recordado que estaba allí en contra de mi voluntad y que la lavandería de esa gente no era mi problema.

Estábamos en una habitación de pisos blancos encerados y de paredes recubiertas de azulejos verdes, con un gran ventanal que permitía la entrada de luz. Era una sala de enfermería más dentro del edificio, que, según lo que estimaba por lo que había podido husmear en el camino, era un hospital.

Había intentado recordar los hospitales que conocía de la ciudad, sin ningún logro.

Caleb estaba apoyado junto a un mueble repleto de medicina, al lado de la ventana, observando a través de ella en completo silencio. El pánico tras nuestro fallido plan de escape seguía en el aire, latente, pero ninguno se animaba a traerlo en palabras, ambos preferíamos no invocar el recuerdo.

Después de unos minutos, Rose finalmente cerró la puerta, dándose la vuelta a la vez que soltaba un suspiro, agotada. Se la veía cambiada, llevaba unos jeans apretados que delataban que había perdido peso y una camisa con los últimos botones sueltos, dejando entrever un colgante de oro sobre el centro de su pecho.

Tenía el cabello rubio recogido en una coleta, lo tenía más largo de lo que recordaba. A diferencia de otras veces, no tenía ni un gramo de maquillaje encima, no es como si nunca la hubiera visto recién levantada, pero Rose acostumbraba a arreglarse sin falta. Tenía una fascinación injustificada por los productos de maquillaje y la moda.

—Me ha costado sacármelos de encima —dijo al fin, entrelazando las manos en el regazo, dando un par de pasos casi en círculo, sin acercarse a la camilla—. ¿En qué estabas pensando, Millie? Han dejado un guardia inconsciente y otro con la nariz rota. Nadie está contento, quieren mandarlos a un tribunal.

No sonaba enojada, tampoco feliz. No es que pidiera una fiesta o una bienvenida con globos, mas que había pasado mucho tiempo desde la última vez que la había visto y, dentro de mí, esperaba alguna señal de que me había extrañado o había pensado en nuestro reencuentro tanto como yo lo había hecho.

—¿Un tribunal?

—Sí. Así se toman las decisiones aquí. Y créeme, si tienen un juicio, no habrá forma de poder salvarlos, el juez es un desgraciado —declaró, liberando otro suspiro y poniendo los brazos en jarra. Levantando la cabeza, clavó los ojos en mí, analizándome lentamente.

No estaba en mi mejor, o más pulcro, estado. Claro.

Luego, se dirigió a Caleb, arrugando la nariz de forma inconsciente.

—No me lo han hecho fácil. Casi mata al guardia.

Al advertir que hablaban de él, Caleb salió del trance, asintiendo con cierto orgullo, ladeando la cabeza a nosotras y encogiéndose de hombros, desinteresado.

Rose tomó el gesto con disgusto, apretando los labios y retornando la vista hacia mí, parpadeando. Creí que iba a volver a examinarme, pero, en vez de eso, terminó de romper la distancia que nos separaba, abalanzándose y rodeándome con los brazos.

Devolviéndole el abrazo con la misma euforia, me escondí en los hombros de su camisa, sintiendo las lágrimas de felicidad queriendo aflorar. El aroma de Rose me brindó una sensación de seguridad que había olvidado que existía.

No era ningún perfume o colonia, era su olor característico. Con él, me devolvía a la casa, a las charlas en la alfombra frente al sillón mientras comíamos helado y veíamos una serie, o a las noches en vela tomando vino y ahogando las desgracias, o a las mascarillas horribles en las pijamadas.

Fugitivos del finDonde viven las historias. Descúbrelo ahora