Capítulo 34

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Iba a ocurrir, y no iba a poder evitarlo. Mi ex mejor amiga, Rose, se iba a casar.

Las mesas del comedor habían sido empujadas contra las paredes, recubiertas con manteles de distintos colores y con algunos platillos de entrada y copas con champaña que sólo serían rellenadas una vez para cada persona.

En realidad, yo ya iba por la quinta, pero el joven al que le habían asignado el bar me había visto cara de miserable y no tenía problema en servirme más cada vez que me acercaba con la misma expresión de babosa. Rose me había prestado ropa, antes de que nos peleásemos, obvio, era un sencillo vestido blanco con florcitas rojas. Si bien no es algo que hubiese llevado a una boda, era una de las mejores vestidas.

Muchos se habían puesto sus mejores prendas, o al menos las que no estuviesen tan desgastadas o sucias, y merodeaban el comedor disfrutando de la comida, música y la bebida, que a todos había puesto más contentos y risueños. Pero ni siquiera asaltando una fábrica de vodka podría quitarme la pesadez que sentía.

Caleb se había ido. Rose había decidido quedarse y, prácticamente, me había echado.

No podía quedarme allí, estaba claro que no era bienvenida y tampoco quería serlo, era un lugar casi tan siniestro como sus dirigentes. ¿Cuánto tardaría en convertirme en un blanco de ataque una vez que la protección de Rose desapareciese públicamente? Había atacado a un guardia, mi compañero había desaparecido y había insinuado, en confidencia, a la futura esposa del líder que nos escapásemos.

¿Cuál de sus lealtades le pesaría más? ¿La de una vieja amiga? ¿O la de su marido?

Eso sí, estaba en problemas.

Y sola.

Justamente como temía.

Apoyándome en la barra, tendí la copa vacía hacia el chico, quien, limpiando un vaso con un pequeño y húmedo trapo, me observó con el ceño fruncido, analizándome de arriba abajo.

—Ya creo que tuviste suficiente.

Genial, hasta él estaría en mi contra.

Bufando, dejé la copa, dándome la vuelta en dirección al extenso salón repleto de personas al mismo tiempo que la música bajaba el volumen gradualmente, dejando espacio para un anuncio del mismísimo dj.

—Residentes, los invitamos a tomar asiento porque la ceremonia está a punto de comenzar —declaró a través de los parlantes ubicados en todas las esquinas del comedor, lo que permitía que el sonido rebotase en las paredes.

En cuestión de segundos, todos comenzaron a acomodarse en las sillas ubicadas frente al altar improvisado, del cual se desprendía una alfombra roja que dividía las hileras de asientos al medio, trazando un estrecho pasillo que Rose debería recorrer.

Con el bullicio de las voces de los cientos de residentes, me dirigí al fondo del salón, recargándome contra una de las columnas decorativas, examinando el escenario desde lejos con los brazos cruzados.

Conrad había aparecido, con un elegante y pulcro traje, en el altar, y conversaba con el hombre que oficiaría la unión. Se veía arreglado y limpio, pero nada de eso le arrebataría la vejez; las delatoras arrugas en sus ojos, la piel levemente oscurecida por los años o las canas de su cabello empapado en gel, cuidosamente peinado hacia atrás para la especial ocasión.

De repente, las puertas se cerraron y un vals, lento y delicado, comenzó a sonar; era la entrada. Todas las personas giraron sus cabezas en busca de la bellísima novia, quien, al cabo de un minuto, apareció por la apertura de vidrio que daba al extenso jardín.

Fugitivos del finDonde viven las historias. Descúbrelo ahora