Capítulo 4

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Por un momento, sentí la incapacidad de mantener mi propia mandíbula en el lugar, sin embargo, me encontré obligada a reaccionar.

—¿¡Qué tú robaste qué!? —Lo observé, horrorizada. Caleb se retractó en silencio.

No sólo que, ahora, aparentemente, existían criaturas que jamás había creído que existían, sino que también me perseguían, a causa de un idiota de ego bastante grande que se había dignado a criticar mi auto, quien, además, se había robado lo que parecía una maravillosa nave espacial.

¿Qué estaba ocurriendo? ¿Extraterrestres? ¿Máquinas asesinas? ¿Un hombre en mi auto que no fuese mi difunto padre? ¿Cómo es que la vida había dado ese giro tan radical?

Estaba en problemas, muchos.

—Empiezo a creer que tienes un problema de audición importante, deberías hacerte revisar —murmuró, completamente desconcentrado del rumbo que debía tomar nuestra conversación. Se inclinó hacia adelante y revolvió la guantera. Indignada e impactada, abrí la boca para protestar, pero él se adelantó a defenderse—. Robar es una palabra muy fuerte. ¿No te parece? Mejor digamos... Tomar prestado, sí, tomé prestada la nave.

¿Cómo la había robado? ¿Acaso era un delincuente? ¿Y si era un psicópata?

Lo admiré con los ojos entrecerrados, como si quisiera leer cada una de sus acciones, planteándome cuál sería el siguiente movimiento; aún husmeando la guantera, Caleb halló, por sorpresa, una revista de moda con chicas en bikini, la cual, desapercibidamente, se dedicó a ojear.

No, no lucía como un psicópata. O... ¿sí? Un pervertido, tal vez.

—¿No tienes algún...? ¿Plano? ¿Cómo se llama? ¡Mapa! ¡Eso es!

—Sal del auto —ordené impetuosa frente a una mirada, ahora, desconcertada. De a poco, sus manos cayeron rendidas en su regazo—. Te quiero fuera del auto, dije.

—Millie... ¿Así es tu nombre no? Ya pasamos por esto, me necesitas para salir de este aprieto. —En él que, cabe destacar, él me había involucrado sin ningún tipo de consentimiento—. Sólo tenemos que esperar a que los sensores esos se alejen y todo estará despejado para que hagas rugir esta chatarra.

—¡Tú eres el causante de todo esto! ¡Si no estuvieras aquí, nada de esto hubiera pasado! ¡Desaparécete de una vez! ¡O como mínimo sal del auto!

—Auch, eres muy dura —replicó. Fingiendo estar herido, desvió la vista a la ventanilla de la izquierda. Entonces, ambos advertimos la presencia no solicitada de alguien más—. ¡A la mierda que es feo!

Otro de los extraterrestres nos contemplaba ansiosamente y empañaba, con su desesperada respiración, el vidrio. Desfigurando cada uno de los músculos faciales pertenecientes a mi rostro, solté un grito.

Qué útil.

Sin prisa ni apuro, el brazo de la criatura atravesó la ventana, que se rompió en una lluvia de cristales. Sus alargadas y oscuras garras -debo decir que le hacía falta una manicura- contornearon el cuello de Caleb, quien, a falta de aire, comenzó a balbucear sonidos que llegaban a mis oídos sin sentido alguno. Quiso señalar algo mientras perdía las últimas energías que le quedaban.

Recomponiéndome de golpe, tomé la palanca de cambio y coloqué la marcha atrás, para luego pisar el acelerador y retroceder a gran velocidad. El vehículo hizo dos vuelcos producidos por las lomadas del estacionamiento. No obstante, el bicho se había aferrado a Caleb como una garrapata, todavía obstruyéndole las vías respiratorias. No había tiempo para cuestionarme cuándo se comenzaría a tornar azul, por lo que, sin pensarlo, presioné el freno bruscamente.

Nuestros cuerpos se impulsaron adelante; Caleb se vio salvado gracias al milagroso cinturón y yo por el firme agarre al volante.

Una de las manos, si es que podían llamarse así, de la bestia se había soltado, dándole a Caleb la ventaja suficiente para propinarle un codazo en la cara, o bien era el culo, difícil saberlo, a lo que la criatura lloriqueó y se encolerizó aún más.

Molesta, saqué la marcha atrás para hundir el pie en el pedal del acelerador con solidez. El auto salió disparado hacia adelante y el medidor de velocidad saltó violentamente a la vez que gritaba como toda una guerrera, ganándome el respeto, o tal vez la extrañeza, tanto de Caleb como del extraterrestre, éste último continuaba pegado a la puerta exterior del vehículo.

Así fue como, distraído por el grito, el extraterrestre no vio venir el gran muro del marco cuadrado que bordeaba la salida del aparcamiento, exclusivo para la entrada de auto. Pared que, en cuestión de escasos segundos, se llevó puesta, estampándose como figurita.

—¡Oh dios mío! ¡Lo maté! —exclamé.

Caleb tenía una mano en el área afectada y se masajeaba mientras disfrutaba del aire puro sin obstrucciones. Se le habían formado unas marcas rojizas alrededor del cuello.

Ni siquiera importaba si no tenía con quien festejar el logro, mi euforia rebalsaba.

Lo había hecho, había aplastado como puré al extraterrestre; pensándolo bien, ¿admitirían eso en mi currículo? Podría obtener un empleo de una vez por todas, bueno, si es que pasaba todo eso del apocalipsis y los alienígenas.

De un segundo a otro, cualquier rastro de felicidad se esfumó al atisbar una de las máquinas en forma de plato iluminado tal bola de disco apuntando sus proyectiles al auto; nos habían descubierto.

Giré el volante en la dirección opuesta al dron y las llantas se torcieron, rechinando contra el asfalto y produciendo un movimiento tosco de modo que me golpease el torso contra la puerta del automóvil. De pronto, el artefacto empezó a disparar arrebatadamente hacia el coche. Algunas de las municiones rebotaran en la chapa.

Conduje sin mirar atrás, con los disparos siendo descargados con furia a nuestras espaldas.

Íbamos a morir... ¿Cuántas veces había pensado lo mismo en menos de dos horas? ¿Cómo era posible?

En medio del desastre, Caleb se sujetó del volante y nos encaminó a un rumbo distinto. Un sólo camino se cruzó por mi mente y no había que ser adivina para saber qué estaba tramando.

—¿¡Qué haces!? ¡Vamos a morir!

—¿Confías en mí? —inquirió casi suplicante, su voz sonó mucho más cálida y suave que cuando nos habíamos conocido. Me produjo, por alguna razón, un sentimiento de confort.

Con los muslos pegados al asiento de cuero a causa del sudor, las manos temblantes y los dientes apretados, lo examiné. No es que tuviera muchas más opciones, sólo teníamos dos finales factibles: morir o sobrevivir.

Y estaba claro que quería sobrevivir.

Pero, ¿confiaba en él? ¿De qué me sacaría de ese lío que él me había metido?

Y no, no confiaba en un desconocido que parecía ser un delincuente intergaláctico que sólo traía problemas y había conocido por apenas una hora. A pesar de ello, por alguna obvia razón, me fiaba más de él que del platillo volador que nos pretendía fulminar. En consecuencia, accedí con un asentimiento y presioné, por última vez, el acelerador; manejando el vehículo, tan apreciado para mí, al frágil reborde del puente en construcción que se encontraba a dos cuadras del edificio.

Como era de esperarse, el auto rompió con todo aquello a su paso y excedió los límites del puente para caer al vacío con el sonido de los últimos disparos impactando efectivamente en el vidrio trasero.

Cuando estaba gritando por mi vida, sin oportunidad de disfrutar los últimos respiros, podría haber jurado que Caleb se carcajeaba, instantes antes de sumergirnos en el agua del río.

Donde todo se volvió silencioso y denso. 

Fugitivos del finDonde viven las historias. Descúbrelo ahora