Capítulo 15

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Alguien me había dicho alguna una vez que, si algún día tenía mucho miedo, tanto miedo que no pudiese moverme, que pensase en algo que me hiciese feliz.

Algo que me trajera buenos recuerdos; que me tranquilizase.

Probablemente quien me lo aconsejó pensaba en el miedo que tenía una niña que creyó escuchar un ruido debajo de su cama a los ocho años, sin la mínima idea de que un día estaría en una situación así de aterrorizante con su consejo de mierda.

Porque era un consejo de mierda.

Y yo no podía dejar de pensarlo mientras sentía las ataduras rozarme las muñecas y los tobillos a tal punto que la piel me comenzaba a arder.

Sólo estaba paralizada, con cada nervio del cuerpo inútilmente desconectado.

Jamás había pensado lo horrible que podía ser un secuestro, porque estaba claro de que eso se trataba, sólo que jamás me esperaba que me ocurriese a mí, que no abandonaba la casa hasta que la alacena no estuviera con una colonia de hormigas haciendo huelga de hambre porque no había ni migajas ya que nadie se dignaba a rellenarla.

En un momento de extrema ansiedad, había decidido que era necesario culpar a alguien por mis miserias; el primer candidato por supuesto que fue Caleb. El muy idiota se había ido a mear en el momento más oportuno, ¿no podía tener más espacio en los riñones?

O tal vez era mi culpa por dormilona, él me había avisado que me mantuviera alerta en su ausencia, pero claro que no, mi cerebro holgazán había decidido volver a cerrar los ojitos fingiendo estar alerta; eso era peor que auto engañarme posponiendo la alarma antes de una clase.

En ninguno de los casos me iba a despertar. Y lo sabía.

Lo sabía tanto que me enojaba que parte de la culpa de que mi cabeza se golpeara contra la superficie helada del piso de la caja de la camioneta de los secuestradores -que no me habían dado ni una almohada, ¿qué esperaba? ¿Amabilidad?- cada vez que pasábamos por un bache.

Bueno, aunque, a fin de cuentas, era culpa de los secuestradores. Que bien se habían metido en el bosque, me habían arrastrado a su vehículo y ahora conducían a un destino desconocido, alejándome cada vez más de mi compañero de equipo, alejándome cada vez más de la posibilidad de reencontrármelo.

Pero, ¿cómo iba a recriminarle a alguien cuando tenía la garganta tan seca?

¿Qué iba a decir?

¡Es culpa de ustedes, secuestradores desconsiderados, que me esté dando torticolis porque no me han ofrecido una almohada en este viaje, poco agradable, a donde sea que me lleven tras haberme subido a la fuerza en su horrible camioneta cuyo ruido de motor no se compara a mis tripas en esta fase del hambre!

Tenía los ojos vendados, lo cual daba más miedo aún; la experiencia es peor cuando no puedes ver que es lo que te va a atacar primero. Así que me había limitado a afinar los oídos y concentrarme en cualquier dato que pudiera darme una esperanza de supervivencia.

Si tan sólo hubiera prestado atención en alguna película de secuestros que me pudiera dar un indicio de por dónde empezar.

—¿¡Cuánto falta!? —preguntó alguien, golpeando dos veces un vidrio que supuse que era él que separaba la caja de los asientos de conductor y copiloto.

—Una hora —respondieron a los gritos, provocando una ronda de quejidos de malestar; pude distinguir unas tres voces más.

De haber podido hablar, también me hubiera quejado; encima de secuestrarme, se daban el lujo de ser impacientes. El colmo.

Fugitivos del finDonde viven las historias. Descúbrelo ahora