Todavía nada había terminado, aún estaba en peligro, además, Caleb, la única compañía no monstruosa, había quedado en ese comedor rodeado de extraterrestres.
¿Seguiría vivo? ¿Valía la pena ir por él o sería un suicido por un simple cadáver?
¿Haría él lo mismo por mí?
Aferrándome la estaca contra el estómago, me mordisqueé el labio. Cada minuto, cada segundo, podía ser crucial si Caleb estaba aún con vida. ¿Lo estaba?
Mi sentido de supervivencia me decía que no importaba, que era probable que él, llegado al caso, no hiciese lo mismo por mí, que debía abandonar ese lugar lo antes posible antes de que otra criatura me detectara, que sólo había tenido suerte de haberla matado, y que debía olvidarme de aquel extraño que me había traído sólo problemas.
Así, sin sentimentalismo. Sólo dejarlo, que total las probabilidades de que estuviera con vida eran más bajas que las altas probabilidades de que estuviese siendo devorado.
Sin embargo, no importaba cuánto me repitiera que él no haría lo mismo, mis piernas se deslizaron hasta la puerta, aún bloqueada con la cama. No importaba si él era un egoísta, yo era una persona decente; y nosotros éramos un equipo.
Y los equipos ganan y pierden así, juntos.
¿Así se sentía asumir la muerte?
Empujando el mueble de la cama, destrabé la única salida (además de la ventana rota -opción no factible-) y la posible entrada a mi poco digno funeral. Abriéndome paso sigilosamente por los pasillos por los cuales había escapado de aquella bestia, analicé a mis espaldas, cuidadosa de que no me atacaran por detrás.
Cada minuto podía significar la pérdida de Caleb.
Sin darme cuenta, mis pies habían empezado a dar pequeños brincos -dolorosos- hasta comenzar a trotar. No podía dejarlo morir, porque él no me había abandonado cuando podría haberlo hecho.
Y vaya que había tenido la oportunidad.
¿Qué me esperaba allá? ¿Una muerte segura? ¿Una guerra destinada al fracaso?
El panorama del comedor no podía ser más motivador. Paralizada en el mismo marco de la entrada, contuve la caída inminente de mi mandíbula y observé, en silencio, el recinto.
Los cuerpos de las criaturas ya sin vida estaban distribuidos por todo el lugar, cada uno mutilado de forma distinta, algunos sin cabeza, otros con el pecho atravesados por una silla y otros con un hueco donde se suponía que iba el corazón.
Eso había sido una verdadera masacre.
Pero, ¿dónde estaba Caleb? ¿Había sido él?
—Caleb... —Su nombre se fue convirtiendo en un susurro a medida que avanzaba por encima de los restos, evitando ensuciarme el calzado con los fluidos corporales y sangre.
Me cubrí la boca con la muñeca, tratando de contener las náuseas producidas por el olor a moribundo, al mismo tiempo que uno de mis zapatos aplastaba algo viscoso con un ruido crujiente.
Bajando rápidamente la mirada al pie, lo levanté de forma gradual, descubriendo una masa esférica machacada que desprendía una secreción que había creado un puente pegajoso entre la suela y las baldosas. Buscando la fuente de origen, descubrí, a unos metros, el cuerpo inmóvil de una criatura, con la cara desfigurada, con una de las cuencas de los ojos vacía, dejando un recorrido hasta la pisada.
Había aplastado un ojo.
Asqueada, froté el zapato de atrás hacia adelante, deseando que se desprendiera tal como cuando pisaba un chicle o mierda de perro. Sin minutos que perder, continué la marcha con un temblor extendiéndose entre las articulaciones.
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Fugitivos del fin
Science FictionHISTORIA GANADORA DE WATTYS 2020 EN LA CATEGORÍA DE CIENCIA FICCIÓN. La vida de una persona puede cambiar drásticamente de un día para el otro, o de una madrugada a la otra, y para Milagros Cortez, la prueba viva de esto es la aparición de un comple...