La primera vez que abrí los ojos, Caleb estaba sentado en una silla durmiendo tan plácidamente que no se me habría ocurrido despertarlo. La segunda vez, tuve una oportunidad para examinar la habitación en donde estábamos. El piso, de madera, estaba podrido, oculto bajo una alfombra rasposa, y sobre él reposaba una vieja cama de metal oxidado. Me percaté que había dormido encima de un incómodo colchón, tapada con coloridas frazadas tejidas a mano. Y, junto a una ventana alargada, por donde entraba el único rayo de luz, Caleb había aprovechado para leer un libro sentado en una silla mecedora.
No se dio cuenta que lo miraba, y tampoco se lo hice notar. Estaba cansada.
Fue en la tercera vez que reuní fuerzas, en parte porque me dolía la espalda y en parte porque quería comer algo. Había notado que me habían puesto un suero, ahora desconectado a un costado de la cama, por donde era probable que me hubiesen estado dando de comer, a juzgar por el ardor de uno de mis antebrazos, recubierto por una venda, que delataba un pinchazo.
Como estaba sola, esperé a que alguien apareciera y, entonces, gracias a mis plegarias, alguien lo hizo; una monjita joven que venía a revisarme.
Al verme despierta, corrió a medirme la temperatura.
—Me siento mejor —murmuré antes de que ella se alertara—. Mucho mejor que antes.
—Ya no tienes fiebre —dijo tras un severo minuto observando un termómetro que me había puesto bajo la axila. A pesar de sentirme mucho mejor, aquella confirmación me trajo alivio—. La medicina hizo efecto.
—¿Dónde está Caleb?
—¿Caleb? ¿Quieres decir el chico que vino contigo? —interrogó. Asentí con energía renovada y ella hizo una mueca, pensativa.
—Se fue...
¿Se había ido? ¿Sin mí?
A ver, que tampoco es que yo fuese su responsabilidad. Él me había salvado y ayudado a que me curase. Tal vez nuestro tiempo juntos ya había llegado a su fin. Pero, ¿por qué sentía una presión en el pecho?
Me desilusionaba que se fuese; había dicho que éramos un equipo. Y es que me sentía mucho más segura junto a un agente de un servicio especial desconocido que con unas monjitas que no sabían más que rezar, mucho menos patear traseros de extraterrestres.
—Para ayudar con los cultivos. Debería volver en cualquier momento —finalizó ella y sonrió pícara; se había dado cuenta de la cara que le había puesto. Eso no había sido muy de hija del señor, ¿por qué había tardado tanto?—. Estuvo aquí todos los días.
—¿Todos los días? ¿Cuánto tiempo estuve dormida?
—Una semana, pero no se preocupe, que el tiempo aquí pasa muy rápido y encontró un lugar en la comunidad. Después de todo necesitábamos un par de manos extra —contestó ella, como si eso fuese a quitarme el miedo de encima.
¿Una semana dormida? ¿Qué me había hecho esa infección? ¿Qué había pasado en esa semana en el mundo? ¿Por qué nadie había venido a rescatarnos? ¿El ejército? ¿Un servicio especial? ¿La Cruz Roja? ¿Alguien?
¿Qué había pasado en esa semana como para que nadie fuera a socorrernos? ¿Qué le había pasado al mundo tras la llegada de esos seres?
Necesitaba a Caleb, necesitaba respuestas.
Me reincorporé con un temporáneo mareo que fue ignorado al tiempo que empujaba las frazadas de encima de mis piernas. Divisé mi pie, el herido, envuelto en vendajes limpios.
—¿Quién me bañó? —pregunté con un acaloramiento en las mejillas.
Ella se cruzó de brazos y luego se rio.
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Fugitivos del fin
Science FictionHISTORIA GANADORA DE WATTYS 2020 EN LA CATEGORÍA DE CIENCIA FICCIÓN. La vida de una persona puede cambiar drásticamente de un día para el otro, o de una madrugada a la otra, y para Milagros Cortez, la prueba viva de esto es la aparición de un comple...