Capítulo 24

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Me habían metido en una pequeña habitación sin ventanas, con un balde en una de las esquinas y una frazada arrugada, posiblemente usada, en la otra. Ya no estaba amarrada ni amordazada, pero mi libertad seguía privada.

Desde que había llegado, me había quedado acurrucada con las piernas pegadas al pecho, envueltas por los brazos y la cabeza escondida entre ellos. Me mantenía alejada del balde por temor de que tuviera olor a orina de otra persona, de otra persona que hubiera pasado lo mismo.

Esto era, en todos sus niveles, un atentado contra la dignidad de cualquier humano.

¿En serio pretendían que hiciera mis necesidades ahí? Bueno, probablemente no les importaba.

Sólo era otra más.

Las horas pasaban, y aunque había perdido la noción del tiempo, mi cuerpo se sentía cansado y mi reloj biológico ya roto me avisaba que se estaba haciendo de noche.

No podía dormir. Tampoco ir al baño. Y nadie me había ofrecido comida o agua. Lo que me limitaba las opciones para pasar el tiempo, dejando únicamente con los pensamientos.

Y me invadía la culpa, el miedo, el enojo, la desesperación y todo se repetía como un bucle. Un tornado de emociones encerrado en una habitación de cuatro por cuatro.

Había golpeado paredes, había gritado por ayuda, había insultado a todas las personas habidas por haber, había llorado a moco tendido, había tratado de abrir la puerta y hasta había intentado idear un plan de escape, pero el vacío del diminuto cuarto, sumado a la falta de herramientas y la angustia me terminaron por desmotivar.

En algún punto acabé tirada en el centro de la habitación, con el cuerpo extendido, una mano descansando encima del estómago y la mirada perdida en el techo, sola y con el sonido de mi respiración, lenta y profunda, contando cada uno de mis parpadeos.

No tenía energías ni ánimos para trasladarme a ningún lugar feliz de mi mente, ya no me quedaban recuerdos que reusar o sentimientos positivos que invocar, me sentía igual de vacía que el lugar.

En los últimos días había pensado que mi muerte sería a manos de un dron que disparaba a personas, o de una criatura horrorosa, o de los desconocidos que me habían raptado, pero no, mi muerte iba a ser allí, en ese mismo cuarto, y era probable que el hambre o la deshidratación hicieran el trabajo.

O en eso pensaba, hasta que, a la mañana siguiente (o eso creía), la puerta finalmente se abrió y dos bandejas de comida fueron deslizadas hasta mí. Sorprendida, me reincorporé de mi estado de crisis existencial y gateé hasta ellas, sintiendo lágrimas de felicidad recorrerme el rostro.

Ambas bandejas tenían lo mismo; un sándwich, una naranja y una botella de agua. Al levantar la cabeza, me encontré con el inspector del día anterior, estaba vez, iba vestido totalmente de negro y ya no llevaba gafas, dejando a la vista unos ojos oscuros que me admiraban con superioridad.

—Espero que seas más cooperativa después de esto —comentó, señalando la bandeja. Asentí con rapidez, tomando uno de los sándwiches y dándole un gran mordisco desesperado—. Y esto.

Aún masticando el inmenso pedazo de pan con el que me había querido atragantar, observé como se hacía a un lado, sosteniendo en el marco de la puerta a Caleb, con la cara igual de demacrada pero más despierto que antes.

Abriendo los ojos como platos, solté una exclamación de asombro, apenas teniendo segundos para moverme a un costado antes de que el hombre lo soltara, dejándolo caer sobre el piso de la habitación, casi aplastando la comida.

—Provecho.

La puerta se cerró.

Tragando a las apuradas, salté sobre Caleb, quien se retorcía de dolor sobre sí mismo, aferrándome a uno de sus brazos y encogiéndome sobre él para revisar que tan herido estaba.

Fugitivos del finDonde viven las historias. Descúbrelo ahora