Capítulo 33

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Cobarde. Me había vuelto una cobarde.

Había querido decirle a Rose que no estaba de acuerdo con su casamiento toda la mañana, pero desde el momento en el que me había despertado, conmovida aún por la despedida con Caleb, se me había hecho insoportable la mera idea de que se enojase conmigo y terminase perdiendo su amistad también.

Y terminase sola, de nuevo.

Porque cuando me desperté en una de esas camas comunitarias -gracias al sonido de una alarma-, al abrir los ojos, lo primero en lo que pensé fue en que Caleb ya se había ido. Y que yo no lo había acompañado; yo estaba ahí, por decisión propia. Por elegir a Rose, y ahora no quería perderla a ella.

¿Tan mal estaba?

Los preparativos para la ceremonia se habían empezado a colocar la noche anterior, por lo que el trabajo de la mañana, después de un pobre desayuno -la mayor parte de la comida vendría con la fiesta-, consistió en ordenar el gigantesco comedor con las sillas finales, darles los últimos toques a los platillos de la ocasión y, tal como lo había anunciado alguien por uno de los parlantes, descansar y disfrutar antes de la especial unión.

Mi tarea era un poco diferente a la de los demás, lejos de descansar, era soportar la histeria y nerviosismo de mi mejor amiga con una sonrisa falsa en el rostro como si estuviera totalmente de acuerdo con sus estúpidas elecciones de vida que nos iban a arrastrar a la miseria.

Porque sí, a la larga, lo que ella decidía me iba a afectar. Porque había elegido quedarme con ella, y, lamentablemente, lo que ella hiciese me afectaba. Sobre todo porque no podía sacarla a rastras del hospital o asesinar a su esposo durante la noche.

Y aunque siempre me había imaginado la emoción de ser la dama de honor en el casamiento de Rose, la realidad era deprimente. Con la espalda apoyada en la pared, sentada sobre la cama desarmada, la observé dar vueltas por la pequeña habitación mientras se arremangaba el hermoso vestido blanco.

Tenía un corsé ajustado que le resaltaba los pechos, claro, como si fuese a perderse la oportunidad de presumirlos, y le hacía la cintura tan diminuta que hacía preguntarse si cabía espacio para el aire vital. El escote era en forma de corazón, decorado con cuentecillas brillosas, y la falda era densa, con varias capas que descendían como un mar lleno de olas de refinada tela y tul que daban la sensación de que flotaba al caminar. Debido a que estaba fresco, se había colocado un saco de tela que le recubría, por el momento, los hombros y la espalda.

En los pies llevaba unos tacones blancos, algo gastados; se había encargado de quejarse por ello, pero había terminado por llegar a la conclusión de que nadie los vería a causa de la pesada falda. El cabello, rubio, se lo había recogido en un compactado rodete con algunos "casuales" mechones escapándose sobre sus mejillas, maquilladas con un rubor viejo que le habían regalado. Más allá de eso, el único maquillaje que había conseguido era un brillo de labios rosado que apenas se notaba y una sombra de ojos muy sutil. No que le hiciera falta, era y se veía bellísima.

Antes, imaginaba que el día de su casamiento estaría feliz por ella, porque por lo general me gustaba verla feliz. Siempre pensé, además, que sería el único casamiento al que asistiría, ya que además de no tener tantos amigos, el mío no entraba en consideración debido a las bajas expectativas que proyectaba en que, en un futuro, encontraría el amor.

Elegir una persona con quien pasar el resto de los días sonaba como una locura; nadie me podría aguantar tanto tiempo.

Volviendo, la yo del pasado nunca se hubiese imaginado un apocalipsis tampoco, así que su voz no tenía voto, así que no me sentía mal por no estar feliz por la dichosa unión; porque mi mejor amiga se estaba por casar con un hombre que le triplicaba la edad y le había llenado la cabeza para que creyese que para poder sostener el control en su organización, todo estaba permitido. Todo.

Fugitivos del finDonde viven las historias. Descúbrelo ahora