Capítulo 37

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Podría decirse que el egocentrismo de Caleb se había extendido, peligrosamente, a ambos. No sólo creía que él era capaz de superar cualquier obstáculo que se le presentase, sino que, ahora, sus planes suicidas me incluían bajo la expectativa de que todo saldría bien porque éramos, en su cabeza retorcida, invencibles.

Y yo, tonta, quería creerle. Razón por la cual me cubría con un manto de ingenuidad y hacía caso omiso a las últimas señales de supervivencia de mi cerebro que las últimas neuronas, cansadas de que no les prestara atención, emitían mientras me desplazaba junto a un idiota suicida por los pasillos de un caótico hospital que se caía a pedazos.

En el sentido literal.

El creciente número de extraterrestres que desembarcaba de la nave y se internaba en el edificio de la antigua residencia, que tanto le había costado construir a mi mejor amiga y a su marido, se había descargado contra las puertas y ventanas y cualquier otro orificio donde pudiesen caber, y, en caso de que no lo hubiese, se habían encargado de crear uno, destrozando paredes y techos, invadiendo cada metro cuadrado del lugar.

Se cargaban a cualquiera en su paso, sin discriminar mujeres, niños o ancianos, por eso, Caleb iba a la delantera, definiendo nuestro recorrido, evitando en el camino cualquier criatura que pudiese matarnos o cadáver que pudiese terminar de descomponerme.

Había aguantado las náuseas por un buen tiempo, y las molestias estomacales se hacían más notorias cuando veía algún asomo de un cuerpo humano, pero, para eludir ello, Caleb me arrastraba con más rapidez.

Mi mano se había afianzado a la suya -la conectada al hombro no herido- apenas comenzada la travesía y aunque habíamos cruzado tramos donde hubiese sido más fácil soltarnos, no lo habíamos hecho. Teníamos las palmas pegajosas del sudor, a mí no me importaba, y a él tampoco, o tal vez sólo había aceptado que era la única opción para motivarme a mover el trasero.

La estrategia, hasta el momento, había sido mantener un perfil bajo para salir del hospital cuanto antes sin ningún enfrentamiento innecesario, Caleb insistía que debía guardar fuerzas en caso de tener que pelear por la llave de la nave, la cual, aseguraba, estaba en manos de una de esas criaturas, sólo que, aún no sabía cuál. A mí no me molestaba pasar por inadvertida, lo había hecho toda mi vida, sólo que nunca había estado en tanto peligro, y jamás había deseado con tantas fuerzas que mi invisibilidad fuera real.

Nos habíamos topado con algunas criaturas, sin embargo, ninguna nos había detectado gracias a la cautela con la que Caleb se movía y de la que yo me trataba de copiar, torpemente.

—No son tan ágiles visualmente. En cambio, tienen buen oído, por eso debemos ser silenciosos —me advirtió él, dándose vuelta para mirarme, caminando marcha atrás a la vez que rodeaba un cadáver. Cuando intenté, casi inevitablemente, bajar la vista al mismo, Caleb me tiró del agarre, distrayéndome para que no lo hiciese.

—¿Cómo sabes tanto de ellos? —pregunté en un susurro, a sabiendas de que debía hacer silencio—. ¿A qué te referías con qué tú eres la llave? ¿Están aquí por ti? Toda esta gente...

Antes de proseguir, Caleb abrió una puerta al azar, introduciéndonos en ésta velozmente. Quedamos enfrentados, en un armario de limpieza a oscuras, con la cercanía suficiente para sentirle el pecho subir y bajar, agitado por las corridas.

No tuvo que hacer ningún comentario al respecto; los dos nos quedamos inmóviles como un par de piedras. Afuera del diminuto cuarto se pudieron escuchar unas pisadas y uno que otro gruñido, que se fueron disipando a medida que las criaturas se alejaban por el pasillo.

Volví a abrir la boca.

—¿Te están buscando a ti? ¿Toda la gente inocente que está muriendo...?

Fugitivos del finDonde viven las historias. Descúbrelo ahora