Capítulo 17

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En mis 25 años había asistido a dos funerales; al de mi perro de la infancia, Toto, que en paz descanse en el jardín de la casa de mamá después de que lo atropellara por accidente, y el de papá.

Tampoco me gustaba pensar mucho en los detalles, no me gustaba pensar en cuestiones que doliesen hasta que la herida no estuviese curada lo suficiente, y esa era, aún, una lastimadura abierta.

Había sido hacía dos años, un paro cardíaco mientras caminaba al trabajo, rápido e inesperado. Nos tomó a todos por sorpresa.

Dejó a mi mamá viuda, sola en una casa demasiado grande para su salud mental, que había salido a flote gracias a una obsesión con las plantas del jardín tras la devastadora muerte; una manera distinta de lidiar con el duelo.

Lo más doloroso de la muerte es que todo el mundo sabe que va a morir, nadie es tan tonto como para creerse inmortal, es un ciclo natural. Pero, a veces puede ser repentina; y es que nunca sabes cuándo está a la vuelta de la esquina. Y es permanente, el espacio que alguien ocupa en tu vida se vacía súbitamente y sólo queda eso, vacío.

Lo más preocupante es que a pesar de ser conscientes de nuestra mortalidad, los seres humanos nos creemos, momentáneamente, invencibles, poderosos, como si lo tuviéramos todo bajo control, sin considerar que hay, al menos, dos cosas que no podemos controlar; el tiempo y la muerte. Nunca creemos que nos vayan a tocar a nosotros o a nuestros más queridos hasta que lo hacen; y eso nos sacude.

Por eso la muerte, los funerales y el recuerdo del cajón de papá me producían un malestar general; su cuerpo arreglado, limpio, hasta peinado, en una caja de madera con mi madre llorando a su lado. Impotencia.

Recordaba, con exactitud, que, con 23 años, con total y plena consciencia, parada en una esquina del velorio, rodeada de familiares lamentándose y disculpándose por algo de lo que ellos ni yo teníamos control, lo único en lo que podía pensar -si es que no gritar- era en la esperanza de que abriera los ojos y se levantara. Que Dios lo salvara, que hubiera un milagro.

Parada a un costado, observé la misma escena como un personaje secundario, con menos palabras y sentimientos que nunca. Sobre sus rodillas, con el rostro enrojecido e hinchado y sin poder contener el llanto, la mujer, Ellen, gimoteaba ruidosamente, plegándose sobre si misma hasta que su nariz tocara la tierra del suelo, empolvándose y adhiriéndose a su piel por la humedad de sus propias lágrimas.

Frente a ella, Joseph, la imitación viva de su madre, arrojaba un palazo de tierra sobre el cuerpo, cuidadosamente acomodado para que aparentara normalidad, de su hermano menor, aún con la sangre seca sobre todo su cuello y los ojos abiertos a punto de salirse como dos órbitas. A diferencia de su madre, él lloraba en silencio, se lo veía en la mirada.

Joseph repitió la acción varias veces hasta que ya no hubo rastros de lo que allí se ocultaba y continuó hasta que estuviera tapado por completo.

A unos metros de nosotros, Mike, el hijo mayor, arrastraba el cadáver de su padre, sujetándolo desde las axilas y desplazándolo por el triste sendero que habían dejado nuestras pisadas en la vegetación del bosque, apenas alejados de la camioneta.

¿Perder a un hijo y a un esposo en el mismo día? ¿Qué pensaba Ellen? ¿En qué los cuerpos se levantaran o en que ella no lo hiciera la próxima vez?

A partir de los últimos eventos en mi vida, la muerte era un pensamiento recurrente; la sentía en todos lados, respirándome en la nuca, siguiéndome a cada paso, contándome los minutos.

Mike terminó de cargar el cuerpo hasta la fosa que Joseph había estado cavando para los fallecidos, soltándolo y acomodándolo en lateral para hacerlo rodar dentro, produciendo el ruido seco de un plomo que cae. Irguiéndose, se limpió el sudor con la muñeca y se quedó estático, observando a su padre con una indiferencia escalofriante.

Fugitivos del finDonde viven las historias. Descúbrelo ahora