EPÍLOGO

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Cuando uno encuentra la felicidad intenta retenerla entre sus manos cuanto sea posible; pero llega un momento donde es imposible. Miras al cielo, observas las estrellas y te preguntas qué hiciste mal. Insistes en saber cuál fue tu error y en qué momento diste un paso en falso. Quieres saber todo para intentar enmendarlo, olvidando lo más importante: es tarde, no hay marcha atrás. Lo hecho, hecho está.

Eso pasó conmigo.

Disfruté del presente, o al menos traté de hacerlo, dejando atrás el recordatorio de que nada era perenne; dejé de agradecer por los pequeños y significantes momentos creyendo que tendría muchos de esos en mi futuro, hasta que finalmente lo perdí todo: mi estabilidad emocional, la confianza en mí mismo y el deseo de seguir adelante.

Pisé fondo, caí en el hoyo más oscuro y comencé a cuestionarme sobre las razones que me impulsaban a seguir con vida; me pregunté el motivo por el que merecía continuar rodeado de personas que se negaban a aceptar que gran parte de los acontecimientos de esos tres últimos años de preparatoria, desde la muerte de Maccarena hasta la noche en el cementerio con Jules, eran culpa mía. Cuestioné su apoyo incondicional; y odié su confianza en mí cuando yo no podía perdonarme a mí mismo.

Fueron tan abrumadoras las emociones negativas en contra de la gente que me rodeaba, pero especialmente contra mí mismo, que terminé volviéndome un ermitaño. Viajé de ciudad en ciudad tras culminar la preparatoria, sin poder encontrar un lugar al cual poder llamar hogar, y perdí contacto con mi familia y amigos.

Corté cualquier lazo con mi pasado, aferrándome a la idea de que, mientras menos tardara en suprimir los recuerdos de aquel entonces más fácil sería sobrellevar el sinfín de emociones y las constantes pesadillas. Pensé que alejar a todos los que quería y deslindarme de los lazos que nos unían sería la solución perfecta para no vivir con miedo de perderlos. Funcionó pero a costa de una soledad indescriptible.

Era un títere del destino que vivía una vida rutinaria para alguien de mi edad, solo hacía lo básico: despertaba, iba al trabajo, comía, regresaba a casa y luego descansaba. Ese era el resumen de estos últimos años. ¿Un asco? Sin duda.

Cuatro años, recalqué. Cuatro años.

Durante todo ese tiempo no hubo motor que impulsara mi vida ni interés por algo en particular... hasta hace un par de meses, donde la noticia sobre la última sesión del juicio de Cristopher Red, o Lenmarck como algunos lo conocían, llegó a mí través del susurro del viento.

Pensé en ignorar este y vivir bajo el desconocimiento del desenlace de su vida; sin embargo, no tardé en revivir el odio y las ganas de venganza. Me di cuenta de que necesitaba verlo una vez más, necesitaba verlo fallar para al menos consolar una parte de mi alma y fue ese interés en particular lo que me impulsó de nuevo a Belmont así que al final de cuatro años apartado de todo y todos, regresé.

Aquí estaba, sin ánimos pero sí con coraje.

El viento azotaba con fuerza mis prendas holgadas mientras escondía el rostro bajo una gorra negra y sostenía un envase de café caliente, que había adormecido mis dedos. Miraba al frente, donde una entrada de madera de unos cuatro metros de alto yacía abierta de par en par para permitir el paso de quienes asistían al juzgado: víctimas, testigos y curiosos. No me atrevía a dar un paso más dentro. Era como si una barrera invisible impidiera movilizarme.

Bajé la mirada en dirección a mis manos, que sostenían el envase de café, estas temblaban por el frío y porque de alguna manera se imaginaban rodeando el cuello de Lenmarck mas no el vaso.

—... Dicen que era profesor en la preparatoria, ¿puedes imaginarlo? —habló una mujer que caminaba directo al juzgado. Fue inevitable oírla—. No imagino lo inseguros que deben haberse sentido los chicos tras oír la noticia...

Un ángel para un corazón roto [CCR #2] ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora