28. El mirador

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Sentí náuseas.

Intenté despegar los párpados, pero los sentía pesados, como si no hubiera dormido por más de dos días. La cabeza aún me punzaba y fue ese dolor lancinante lo que me lanzó de regreso a una realidad que me parecía propia de una pesadilla.

No tenía idea alguna de cuánto tiempo había estado inconsciente. No sabía qué pasó ni dónde estaba.

Una vez más, con mucho esfuerzo, intenté despegar mis párpados. Sentí el peso de mi cuerpo entero sobre el asiento. Era como una muñeca de trapo cuando me balanceé hacia adelante. Mi cabeza se inclinó con velocidad y rebotó sobre mi cuello. Tenía poco control sobre las fibras de mi cuerpo o sobre mis pensamientos mientras el ambiente parecía a una temperatura bajo cero. Estaba temblando.

Tomé aire, profundo, mientras trataba de recuperarme. Me sentí confundida cuando finalmente despegué los párpados. La poca iluminación me permitió adaptarme con mayor rapidez y en segundos pude delimitar las formas de los objetos frente a mí.

Había un escritorio metálico oxidado y rayado con tinta negra sin un patrón específico. También había una especie de mural y, aunque leer lo que había pegado sobre este no debería ser mi prioridad mientras trataba de saber dónde me encontraba, el notar que esta estaba rellenada con fotografías -tomadas sin permiso- de Evanston, Alexander e incluso mías fue una distracción importante. Suspiré, deseando no estar tan lejos de aquellos retazos de escrito ya que me resultó imposible leer lo escrito debajo de cada nombre.

Parpadeé varias veces, con esperanzas de que algo frente a mí cambiara o incluso con deseos de que todo fuera un sueño. Sin embargo, la realidad solo se mostró de forma más cruda mientras la lucidez se apoderaba de mi cuerpo.

Concéntrate, Serena, suplicó mi subconsciente. Hazlo.

Inhalé aire hondo, capturando un aroma a moho entre mis fosas nasales. Sentí un picor en la nariz, una sensación de incomodidad que no desapareció por varios segundos.

Intenté levantar mi mano para acariciar mi rostro, para deshacerme de aquella sensación molesta que se irradió a mis ojos, pero apenas traté de levantar estas, me vi limitada. Entonces volví a fijarme en qué me detenía y noté lo evidente: había sogas atando mis pies y mis brazos, y otra soga aferrando mi tórax al respaldar de la silla que sostenía mi peso.

Resoplé, sintiendo la necesidad de gritar, pero no hallé mi voz. Mi garganta estaba seca y dolía incluso pasar mi propia saliva. Inhalé hondo, tratando de calmarme mientras poco a poco iba dándome cuenta de lo que estaba mal.

—Ah —me quejé de dolor cuando intenté levantar la mirada. Mis músculos del cuello dolían y supuse que había estado durmiendo con la cabeza gacha por tanto tiempo que ya ni sentía mi cuello.

Oí ruido cerca de mí, entonces mis quejas se hicieron menores. Callé.

Miré alrededor ahogando el dolor mientras apretaba mis manos, clavando mis uñas sobre mi propia piel mientras las punzadas sobre la cabeza se volvían más intensas. Había poca iluminación pero me esforcé por captar cada detalle.

Con dificultad, finalmente noté que estaba en lo que era una fábrica abandonada. Tenía la certeza de ello por la estructura de esta, porque el techo de la primera planta estaba a aproximadamente cinco o seis metros sobre mi cabeza. Era muy similar a la estación de bomberos donde mamá trabajaba, así que esto no podía ser una casa.

Observé un poco más allá.

La puerta frente a mí, una metálica, estaba semiabierta así que aproveché aquella brecha para captar lo que había allá afuera. Lo primero que vi fueron unos enormes ventanales rotos, por donde probablemente ingresaba la helada brisa del exterior. Estos estaban a cuatro metros sobre el suelo y su único objetivo parecía ser la proporción de luz desde fuera. No había mucho de este, tal vez porque estaba anocheciendo.

Un ángel para un corazón roto [CCR #2] ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora